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Escrito está, y en idioma no-críptico, que la dictadura castrocomunista está en gestación de remate. Mientras los aduladores de la barbarie preparan, por un lado, la momificación del déspota y su sistema, por otro, llevan a cabo prisa saqueando furtivamente la riqueza nacional, con sus familiares que escudriñan el amparo de residencias extranjeras (dando clara demostración de la poca confianza en la supervivencia del socialismo cubano y la naturaleza delincuencial y corrupta de la revolución castrista), se cursa múltiples proposiciones de las fuerzas prodemocráticas. El patriotismo prístino que encarna el Manifiesto de Montecristi sería una brújula suntuosa.
Los fundamentalistas de la lucha de clases están estáticos. Así como los aduladores del Estado predatorio. Igual lo están los insalvables aborrecedores del capitalismo. Pero detengan la insensatez y la desinformación antes de que se intoxiquen del opio delirante que cosechó el gurú del colectivismo, avecinando el cumplimiento de los pronósticos del terco comunista. La actual situación financiera de los Estados Unidos se está reportando, apoyado más en las emociones ideológicas que en el examen objetivo y erudito.
La crisis tentativa es verdadera. Las amargas pero necesarias recetas recuperadoras han sido planteadas por la actual administración estadounidense. Están en debate sobre la mesa legislativa y, si no son desvirtuadas por proyectos irrelevantes en la solución del problema, serán convertidas en ley por el Presidente Bush. Simultáneamente, la gran prensa, las élites culturales y los políticos están pintando un cuadro descriptivo erróneo del asunto. El análisis que presentan es más misionero que empírico. La premisa que más circula está sustentada por una hipótesis maliciosamente defectuosa que omite convenientemente, variables fundamentales. El elenco que están directamente culpando es el sector privado financiero, sus ejecutivos, la desregulación y el ocupante de la Casa Blanca. Pero el blanco primordial de esta cruzada estatista es el capitalismo, sus mercados y las prácticas económicas libres. Y la corriente anti-gubernamental prevaleciente en el Primer Mundo desde los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Desglosaremos la temática primero en general y luego con más especificidad. Punto aclaratorio inicial: los asuntos económicos son de carácter dinámico y no escapan a la ley de causa y efecto. El agente tangible de la crisis financiera norteamericana se resume en una palabra: liquidez. Demasiado de ella primero y, después, muy poco. O sea, la capacidad de convertir activos (propiedades, acciones, instrumentos de capital, etc.) en dinero efectivo, fácil y sin perder valor estuvo en bonanza y, posteriormente, se estancó. El problema primero mostró sus efectos en el sector inmobiliario, se regó hacia el crediticio y hoy abarca el sector financiero completo.
Para más detalles, los hechos. Hubo una expansión de crédito abrumadora desde el 2001. La Reserva Federal (entidad cuasi-gubernamental) en respuesta a los ataques del 11 de septiembre y para estimular la economía, reafirmó una política monetaria de aminorar el costo de prestar dinero. Los intereses llegaron a bajar hasta el 1%. Un medio popular de financiamiento hipotecario fue los préstamos "subprime". Estos vehículos crediticios son de alto riesgo para el prestamista. Sus intereses, aunque más altos pero con tasas artificialmente bajas al inicio, seguían siendo atractivos para personas con mal crédito o insuficientes ingresos. Debido al riesgo elevado de estos préstamos, las leyes bancarias limitan la cantidad que los bancos pueden retener. Como era de suponerse, los bancos transferían estos instrumentos crediticios cuando era necesario, a fin de atenerse a reglas establecidas. El "boom" de crédito repercutió en el sector de bienes raíces.
Los precios de las viviendas subieron desproporcionadamente a su valor real. El dinero fácil y barato que la combinación de intereses bajos y préstamos "innovadores" proporcionaron, disparó el costo de las propiedades. Los especuladores añadieron elementos al alza desmedida financiando inversiones que retenían poco tiempo. La práctica de apalancamiento financiero no fue limitada a los inversionistas. Los "subprime" permitieron que cualquiera pudiera comprar y revender instantáneamente. Percibiendo presiones inflacionarias incipientes en una economía fuerte, la Reserva Federal decidió alzar los intereses. Del 2004 al 2006 subieron del 1% al 5.25%. Esto inició el declive del sector crediticio.
El alza en los intereses significaba pagos más altos para los dueños de hipotecas variables y las "subprime". Las ejecuciones en masa empezaron simultáneamente. Los inversionistas percibiendo los problemas venideros y contrajeron los créditos. Las propiedades en venta saturaron el mercado con precios cada vez más baratos. Los bancos tenían inversiones que no valen lo que ellos financiaron. La contracción del crédito se agudizó. De ahí a Wall Street.
La bolsa empezó a ver una alta volatilidad. Esta agitada actividad bursátil produjo, entre accionistas y corredores, una gran desconfianza seguida por el pánico. La bolsa cayó y corrió mayores riesgos ante la parálisis de la liquidez. Los afectados han transcendido los dueños de casas y los bancos. Estos préstamos de alto riesgo fueron vendidos a través del tiempo y esparcidos por todo el globo. Instituciones de ahorro, fondos mutuos, planes de pensiones, compañías aseguradoras, gobiernos (locales y extranjeros), etc., compraron instrumentos que contenían estas modalidades crediticias. Como un virus, se ha regado por la red financiera mundial. El problema potencial, dado su carácter espiral, afectó a todos. Hasta aquí, con probabilidad, no debe de haber una seria discrepancia. ¿A quién culpar, entonces? Ahí es donde la subjetividad filosófica, fusionada con una agenda política, incapacita una discusión integradora del problema.
Corrientes hostiles a mercados libres, pecando de un simplismo grotesco, insisten en que la ausencia de una mano reguladora fue el fallo. ¡Incierto y todo lo contrario! Legislaciones fallidas (aunque bien intencionada), regulaciones anacrónicas, instituciones híbridas corruptas y una política monetaria muy suelta apuntan con más certeza a los responsables. Leyes federales, como el Acta de Reinversión Comunitaria (1977, enmendada en 1995) "Community Reinvestment Act", es un ejemplo. Esta ley, reforzada por la administración Clinton, obliga a los bancos a incrementar los préstamos hipotecarios a personas de bajo recursos y de etnias múltiples. Cuatro agencias federales reguladoras (como mínimo) fueron designadas para monitorear específicamente su cumplimiento. Aparte de jugosas multas por su infracción, las transacciones comerciales podían ser impedidas y bajada su puntuaciones en un sistema anacrónico de reportaje. Estas "puntuaciones" son vitales para que los bancos puedan conducir sus operaciones. Es predecible concluir que la industria bancaria haría todo lo necesario para acomodar las exigencias estatales y esto ha incluido bajar sus estándares de calificación para préstamos. Las hipotecas "subprime" han sido el vehículo crediticio más empleado.
La ley Sarbanes-Oxley (2002) es otro caso. Reaccionando a los escándalos de Enron, esta Acta "reformó" las reglas de cómo ejercer la contaduría en empresas que se cotizan públicamente en la bolsa. Los nuevos estándares de contabilidad obligan a las empresas a "marcar" sus activos de acuerdo al precio circunstancial del mercado y no a su valor, estimado por el más prudente método de "contaduría de costo histórico" (historical cost accounting). Tanto para inversiones como para préstamos hipotecarios, "marcar al mercado" (mark to market) no es un barómetro adecuado porque distorsiona la realidad financiera de una empresa alterando su balance de factura. Actualmente, la tasa de ejecuciones hipotecarias es de 6.4%. Comparándola con el 40%, durante la Depresión de los 1930's, es una minucia. Sin embargo, en el papel, estas instituciones financieras obligadas a reflejar como pasivos los préstamos cuya propiedad colateral está tasada por menos del dinero dado, están en "pérdida", aunque la pérdida no se ha realizado. Compañías solventes pueden parecer que no lo están. Y los inversionistas y otros prestamistas, consecuentemente empiezan la estampida.
Fannie Mae (Asociación Hipotecaria Nacional Federal) y Freddie Mac (Corporación Hipotecaria de Préstamos de Casa Federal) son instituciones híbridas que eran (hasta no hace mucho) corporaciones privadas pero constituidas por el gobierno. Hoy están bajo tutela estatal. Técnicamente se les considera "Empresas con Patrocinio Gubernamental" (Government Sponsered Enterprises). Esa relación con el Estado, liosa y extraña, ha agravado el problema. Su mecanismo operativo ha sido el de comprar hipotecas de instituciones y re-venderlas al mercado hipotecario secundario como instrumentos financieros respaldado por hipotecas, con la garantía de que la deuda principal y el interés serán pagados, y es irrelevante si lo hace a quien le hicieron el préstamo. Aunque Fannie Mae y Freddie Mac explícitamente no conllevaban garantía federal, su vínculo especial con el gobierno, implícitamente, sí da esa pecepción. De ahí la tranquilidad con que instituciones de inversión compraban esos préstamos. Su condición paraestatal implicaba la protección del gobierno. Con cerca del 50% del mercado hipotecario norteamericano respaldado por estos organismos híbridos, la ubicua presencia estatal sobre el sector inmobiliario ha sido y es extensiva. Los políticos han aprovechado esa situación.
El clientelismo y l corrupción, garrafalmente, han proliferado con el crecimiento de Fannie Mae y Freddie Mac. La estrecha relaciones entre ejecutivos de estas instituciones y políticos, es notable. La actual líder de la Cámara, Nancy Pelosi, así como influyentes miembros de relevante comités con jurisdicción sobre la banca, como Barney Frank, Christopher Dodd, Maxine Waters y el actual candidato demócrata, Barack Obama, son sólo algunos de los involucrados en cuestionables enlaces con estos organismos hipotecarios paraestatales, donde ha existido un conflicto de interés serio, en adición de ser recipientes de abultadas donaciones políticas. La legislación, desde mediado de los años 2000, ha intentando establecer una reestructuración del mecanismo regulador de Fannie y Freddie, pero ha sido impedido por los mencionados legisladores del Partido Demócrata. No toda la corrupción ha escapado. Agencias supervisoras de instrumentos bursátiles (SEC) las multaron por $400 millones por preparativos de contabilidad fraudulentos, que facilitó a oficiales de Fannie y Freddie, como Franklin Raines y Jamie Gorelick, almacenar fortunas millonarias en remuneración.
Finalmente, la política monetaria seguida por la Reserva Federal abarató demasiado y por mucho tiempo, el costo de usar capital ajeno. Si bien fue una sabia acción para estimular la economía reaccionando a los ataques a Nueva York por el islamismo radical, no se tomó en cuenta lo suficiente, ya que considerando el bajo nivel de inflación (no-energética/comestible), el interés real era, a veces, cero. Si el costo de prestar dinero no se siente, el precio del artículo (por la demanda incrementada) tiene que subir. Esto contribuyó al alza descomunal de los precios inmobiliarios. Luego, la misma Reserva Federal que estaba responsabilizada con validar la salud de los bancos y establecer reservas relativas a depósitos y pasivos al contemplar facturas de balance "desfavorable", incrementaba las exigencias de las tasas de reservas. Eso, junto a las nefastas repercusiones que le trajeron al mundo financiero, fue cortesía del Acto Sarbanes-Oxley.
La libertad de pensamiento y una democracia funcional abren las puertas a la diversidad de ideas y de paradigmas socio-políticos consecuentes con las mismas. Eso es válido. Es inadmisible, sin embargo, cuando la tergiversación, la descontextualización y la deliberada omisión de relevante factores, son excluidas de argumentaciones públicas. Más aún con estas acciones contienen un proyecto político no identificado claramente.
Recapitulemos en síntesis todo esto. Primero, las leyes obligan a los bancos ha hacer préstamos a solicitantes de alto riesgo. Después, otras leyes cambian las reglas de contaduría, debilitando la liquidez de los bancos y su condición financiera en la factura de balance y ahuyentando a inversionistas e induciendo desconfianza. Luego, las instituciones para-estatales riegan estos préstamos tóxicos indiscriminadamente por todo el mercado financiero con el sello de "respaldo" del gobierno y resisten una re-configuración reguladora para despolitizar su existencia, con la complicidad de políticos estatistas. ¿Y tienen la desfachatez de culpar al mercado?
Sabemos que no son pocos los que ven en esta crisis la oportunidad de reimplantar teorías anticuadas y fracasadas del Estado súper-interventor. Pero, lamentablemente para ellos, podrán culpar a los "mercados" todo lo que quieran (si es que saben lo que es). Los hechos los continuarán contradiciendo. Desde una premisa moral sería más honesto que defendieran la intromisión estatal que contribuyó a esta situación. Pero no. Prefieren falsificar, para así engatusar. Los momentos de frustración social siempre han sido un terreno fértil para que los demagogos impulsen el embrutecimiento. Estamos viendo eso ahora. Debería de darles vergüenza.
La más fulgurante de las estrellas marcó, hace más de dos siglos, el camino que los Sabios Místicos del Oriente trazarían en busca del recién nacido Niño Redentor. Hoy, guiados por la obscuridad, personajes con almas opacas buscan también al Señor. Estos no vienen en aras de adorarlo. Sino, como tratando de cumplir las frustradas órdenes de Tiberio, estos sucesores modernos de la tiranía romana y pagana, acentúan una falsa adhesión cristiana y pretenden tender una compatibilidad con el socialismo. Tarea plausible sólo para el ignorante y el malhechor.
Son conocidas las alusiones cuestionables intentando fusionar moralmente, el socialismo con el cristianismo. Que la base filosófica del socialismo sea atea y antirreligiosa, no ha intimidado a sus proponentes. La contradicción metafísica que esto presenta, no se contemplaría, ni por un instante, en un mundo sin prejuicios ideológicos. Se le podría llamar una herejía. Sin embargo, no sólo sectores elitistas han hecho semejante equiparación. La tergiversación casada con la descontextualización y al servicio de agendas políticas, ha trasladado la temática al terreno popular. Nada de esto hubiera sido posible de no ser por tres factores: el reconocimiento por parte de los socialistas de la utilidad de la religión para sus propósitos, la colaboración de un clérigo cómplice y cooptado, y el Concilio Vaticano II.
Jean Jacques Rousseau, el autor intelectual del totalitarismo como modelo operativo y el socialismo como concepto, confeccionó la noción de que el hombre era "perfecto", pero contaminado por el orden existente, i. e., religión, familia, propiedad privada, etc. La tesis rompió con la noción del Pecado Original y su imputación de lo falible del hombre. Ahí empezó el formulario ideológico que dio licencia a la ingeniería social que tantas vidas humanas ha eliminado. La religión, algo que Rousseau detestaba, ocuparía en su planteamiento un útil mecanismo para la propagación de su teoría. Coreografiar un paralelismo entre la agenda socialista y la doctrina cristiana, requeriría la formulación de una "iglesia" manipulable y la complicidad anticristiana de clérigos afines. El papel fructífero que una religión dócil pudiera jugar fue astutamente previsto por los arquitectos del socialismo.
Claude-Henri Saint-Simon y su asistente Auguste Comte, el padre del positivismo, coincidieron en el prisma de que la religión sería un conveniente mecanismo para promover los cambios sociales radicales, que requería la aventura hacia el nirvana colectivista (Comte y su positivismo hasta pregonaron una religión "humanista", simulando integralmente la estructura de la Iglesia católica con "obispos humanistas", etc.). La revolución franco-jacobina, esa monstruosa aventura que eliminó más de medio millón de vidas, instauró una "iglesia nacional" que, mientras la guillotina por un lado descabezaba cuerpos del clérigo creyente, aplaudía bajo la mirada sonriente del socialista Francois-Noel Babeuf (alias Gracchus). Estas pantomimas no tenían nada que ver con Cristo. Tampoco las contemporáneas. Hoy la dictadura comunista en China, pese a su mercantilismo comunista, preserva aún "iglesias oficiales".
El clérigo cooperante, el segundo factor, contiene dos subdivisiones de colaboradores: directo y tácitos. El directo no esfuma su apoyo (pacífico o violento) al proceso. Lo mismo puede pertenecer a la directriz del régimen opresor, como activamente pertenecer a movimientos subversivos. El tácito mantiene furtiva la motivación de su sumisión. Estos parecen haber olvidado la intolerancia de Jesús frente al mal y su personificación.
Desde la ensangrentada Cuba castrista, Monseñor de Céspedes vincula a Jesús vergonzosamente, a la "ética" y la "sensibilidad social" de un asesino en masa como Fidel Castro. El Cardenal Ortega, el Reverendo Ebanks y la Pastora Rhode González, condenablemente, le piden a Dios por la recuperación del malévolo torturador y, hasta en ciertos casos, ofrecen repugnante loas al sátrapa moribundo. Esta obscena cobardía traiciona los principios que Jesús practicó. Enfrentado a la maquinaria dictatorial de los romanos y sus cómplices no-romanos, el Hijo de Dios no quebró la dignidad que Su papel requería. Vasta diferencia con estos que por una migaja que el opresor les da, se convierten en secuaces silentes del régimen.
La aprobación del Concilio Vaticano II (tercer factor) allanó el camino para que, dentro de las filas eclesiásticas, ciertos elementos sediciosos mal interpretaran y aplicaran fatalmente, la palabra de Dios. Rompiendo con la distinguida tradición de condenar la secta socialista más radical, el comunismo, que seis papas (León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío III, y Juna XXIII) impartieron por medio de encíclicas, el Concilio Vaticano II galvanizó a una minoría facciosa que resultó ser más devoto de dogmas políticos que de Cristo. La desmesurada Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín oficializó la fratricida "Teología de Liberación" y "teologías tercermundistas". Esta malévola corriente pseudo-religiosa promovió el terror por todo un continente. El fundamentalismo igualitario que ostentaban y la sangre que reclamaban, obedecían a premisas socialistas, no a doctrina religiosa.
Karl Marx, el gurú más influyente del socialismo, ingenió "científicamente" la fórmula que seguir. El comunismo, la secta más radical del socialismo, sería el final de la "historia". El arribó a la era del "nuevo hombre". "Construirlo" (o intentar hacerlo) ha costado más de 100 millones de víctimas y, según los aficionados del marxismo, todavía está por lograrse. Curiosamente, este sistema netamente ateo, edificó una pseudo-religión donde Marx ha sido su "dios", el Partido la "iglesia" y Lenin, Mao y Castro sus "profetas". Sí ha estado en congruencia con Rousseau, Saint-Simon, Gracchus, Fourier, Blanqui, Sant Just y la comparsa socialista. Pero no con Cristo ni con el cristianismo.
El "comunitarismo" no es sinónimo de comunismo, ni socialismo. La vida en comunidad no va acompañada por la necesidad de implantar una contracultura para "fabricar" un "nuevo hombre". Ese atributo le corresponde a Dios. El acto voluntario de compartir es muy diferente al forzoso saqueó de lo personal. La supresión del individuo va contra todo lo que Jesús vino a hacer. Y va más allá. Viola intrínsecamente los objetivos de nuestra estadía humana. Despedaza el concepto de la primacía y los propósitos del orden sobrenatural, e incrusta en la Tierra, preponderantemente, lo del César.
Con la espada de la descontextualización, temas como la "pobreza" han sido demagógicamente explotados. La peor pobreza, nos comunicó Jesús, es la espiritual. Lo material y la obsesión que engendra entre los socialistas, los ciega a entender la primacía que el Padre le dio a la libertad. En ningún lugar Jesús pregonó apoderarse de los medios productivos, ni siquiera para alimentar a un hambriento. Si bien la ofuscación puede perturbar el camino a la vida eterna, lo es, no por una calidad negativa, sino por la tentación de desatender lo transcendental. Una "lucha de clases" jamás apareció en el vocablo de Cristo. La lucha y la diferenciación la hizo el Padre entre el bien y el mal. Esa desavenencia no se modula con la división entre clases sociales.
Por mucho que el proyecto socialista quiera adueñarse de Dios, su dramática transgresión en el entorno de la libertad y el sagrado propósito divino, se lo impiden. El Maestro nos enseñó que todo acto virtuoso, para ser meritorio, requiere del ejercicio del libre albedrío. Algo que los ingenieros sociales utópicos del socialismo no pueden resistirse en obstruir. Jesús, sin embargo, aún siendo quien es, supo respetarlo. El inquebrantable historial ateísta que el socialismo posee en su bagaje, obstaculiza racionalmente su yihad semántico. El inevitable veredicto de su incompatibilidad con Cristo o la religión que se fundó en Su nombre, quedó cementada cuando, sustituyendo lo sobrenatural por un naturalismo materialista y antirreligioso, ha cometido los crímenes más atroces. Abanderados falsos de un igualitarismo hipócrita que han ofrecido los cadáveres de millones, ante su "altar" pagano.
Si los socialistas pensaran que sólo los pobres irían al Cielo (y si eso fuera cierto), pudieran argumentar que hacen una obra evangelizadora. Sin embargo, ni la intención del socialismo ha sido la de salvar almas, ni la vida eterna es propiedad exclusiva de los proletarios. Pese a la maniobra concientizada de manipular la religión, de un clérigo sumiso y colaborador y de un equivocado Concilio Vaticano II, convencernos de que una teoría socio-política, atea y simplista que lo explica todo con un raciocinio económico, pueda ser concomitante con Jesús, es no conocer las enseñanzas de Cristo, no entender el socialismo, o ser un descarado olímpico.
Asistieron un poco más de cuatro millones de personas. Los anfitriones edificaron deslumbrantes estadios dando cupo a toda capacidad, a los enternecidos espectadores provenientes de todo el globo. La cúpula gobernante, elegida democráticamente, tampoco se perdió un evento. El mundo (al menos la mayor parte) quedó seducido y, adicionalmente, quedaron convencidos de que cualquier régimen capaz de ambientar un magno-evento deportivo como los Juegos Olímpicos, de manera tan glamorosa, con exquisita organización y seguridad no eran meritorios de alegaciones hechas por algunos de que era un régimen peligroso y malo. Aparte, ¿cuán inicuo podía ser un sistema que tenía un promedio de crecimiento económico del 15% anual, constructor de las mejores carreteras del momento, una potencia en la educación, las artes y el deporte, ganando, justo en la misma Olimpiada, la mayor cantidad de medallas? Sin embargo, los XI Juegos Olímpicos sirvieron cabalmente a los nefastos intereses del nazismo que, causalmente, tanto dolor inflijo al planeta. Ahora, 62 años después, el comunismo chino en Pekín, o Beijing (como sus opresores lo han renombraron), acaban de trapacear a la humanidad nuevamente.
Los Juegos Olímpicos (sus organizadores, patrocinadores e intereses concernientes) insistiendo en que sus encuentros deportivos transnacionales cada 4 años son "apolíticos", han demostrado una olímpica ambivalencia moral con la politización del deporte que han practicado. Lo peor es el relativismo ético que han instaurado. Por supuesto que más de un coro sobrará para replicar con el desgastado eslogan de que "el deporte (o la música o arte) no tiene nada que ver con la política". El problema con esa argumentación es que, para poder ser convincente, presupone del receptor una amplía ignorancia de la política (particularmente en sistemas dictatoriales), competencias deportivas internacionales o ambas. Apela a sentimentalismos equívocos que buscan desprender al pensante de un serio análisis. En el nombre de la pasión por el deporte, busca embriagar al humano desuniéndolo de la ética virtuosa de sancionar lo injusto y rechazar lo inaceptable. Esterilizar la capacidad para recriminar lo abominable no es su único requerimiento. Obliga también a la nubosidad de facultades de raciocinio, concurrentes con lo sucedido.
Si existe un evento cultural abarrotado de política, son las Olimpiadas. Es insultante que te quieran convencer de lo contrario. Antropológicamente, desde su concepción con los antiguos griegos hace más de 700 años antes de Cristo, el evento no se puede desligar de la política. El rescatador de los juegos modernos, Pierre Baron de Coubertin, precisamente reaccionando a un evento político, la Guerra Franco-Prusiana, concordó el Comité Olímpico Internacional en 1894. El pedagogo e historiador francés deseó, por medio del deporte, apaciguar diferencias que antes se resolvieron en el campo de batalla. Sueño admirable y colmado de política.
Himnos y banderas son sólo algunos de los ejemplos que, desde la superficie, nos recuerda la politización inherente a estos eventos. Visto exclusivamente así, nada tendría de malo. Al contrario, hermoso es la efervescencia del saludable nacionalismo que eventos como estos pudieran ser capaces de producir. Unirían pueblos, regiones, hasta pudieran allanar asperezas entre potencias rivales. Todo eso lo pudiera lograr competencias deportivas internacionales. Todo eso pudiera haber sido lo que Coubertin soñó. Pero el idílico empeño de aquel comité resultó una quimera. Lo que descarriló la intención del proyecto inicial: una hermandad de pueblos compitiendo libremente en un encuentro deportivo con reglas similares; no fue la política en sí, contemplada de modo aislada.
El maleante ha sido la tolerancia de una política divorciada del pudor moral que filtra y excluye actividades políticas inadmisibles y la selectividad ideológica que ha determinado su administración.
Las Olimpiadas reconocen, de facto, territorios políticos físicos, no naciones. No hace distinción entre regímenes socio-políticos. Tampoco lo hace con el ámbito circunstancial que rodea los atletas participantes. Les otorga a los comités de los respectivos países, una amplia e igualitaria discreción para estructurar su formato deportivo. O sea, un reconocimiento de "igualdad", un level playing field (terreno equitativo para jugar). Con eso argumentan que no practican la política. Sin embargo, detrás de este "entendimiento" de los organizadores de los Juegos Olímpicos, está latente, en primer lugar, la doble moral ejercida y, en segundo (y peor aún), la institucionalización de una fehaciente y patética tradición de encubrir crímenes de lesa humanidad, robustecer regímenes despóticos y promover la explotación deportiva. En efecto, practicando una política cultural que sirve sólo a las dictaduras más politizadas del mundo y a sus ambiciones.
Para evitar la repulsión del mundo democrático y atraer favorable atención, estos magno-eventos deportivos transnacionales, necesitan instituir una falsa equivalencia moral y circunstancial. Pincelan una imagen del país anfitrión, cuando son, como en el caso de las Olimpiadas del 2008 en China comunista, garrafalmente distorsionados. Lo que se presenta es incompleto y completamente inconsistente con la realidad. Ausencias de libertades básicas, de garantías civiles, de jurisprudencia autónoma se aguarda con el mismo silencio lamentable con que se oculta la abundante represión, la censura oficial, el genocidio en territorios ocupados como el Tíbet, los encarcelamientos en masa, desalojos arbitrarias, todas actitudes que el régimen chino comunista acciona incesantemente.
Con 59 años de despotismo comunista en funcionamiento en China, igual que con la incipiente dictadura alemana de 1936, la inmoralidad de la barbarie encubierta queda embozada. La credibilidad que recibe cualquier régimen al ser anfitrión de un evento como las Olimpiadas, es un efectivo mecanismo para hacer desaparecer atrocidades, aún cuando están frescas. Le concede una inmerecida respetabilidad en la comunidad de naciones. Le obsequia un rostro "humano". Hace invisibles sus víctimas. Y en el caso de China roja, son muchas. Más de 60 millones según fuentes respetables. Algunos incrédulos o apologistas de la dictadura comunista de Pekín (muchos con enlaces comerciales en el gigante asiático), han querido justificar el juicio de los organizadores olímpicos con el guión de que la China de Deng y Jintao, no es la misma que la de Mao.
Cuando en 1978, Deng Xiaoping instituyó en la República Popular China una paulatina liberalización selectiva de la centralizada economía china, la llamó "socialismo con características chinas". Para los que quieren leer sus pronunciamientos y el razonamiento del astuto comunista (publicación con el mismo título, cortesía del Partido Comunista Chino), Deng no abandonaba los objetivos del marxismo-leninismo. Sólo la metodología de cómo, de forma más efectiva, asistir a la "lucha de clases" y llegar al nirvana comunista. Lo cierto es que Deng no fue del todo original. El mismo Lenin, con su Nueva Política Económica, ya había reconfigurado las doctrinas económicas del marxismo 57 años antes, para enfrentar la ineficiencia bolchevique (Stalin luego las rescindió parcialmente). En China comunista los "cambios" que redactó Deng han consistido en ajustes económicos con la retención del estado político marxista-leninista. O sea, una dictadura represiva uni-partidista e ideológica, con economía mercantilista. ¡Y por favor, no digan que lo que hay en China es capitalismo! Bajo ningún concepto lo es. Su práctica económica procede del mercantilismo. La simple empleomanía del mercado y sus instrumentos, el intercambio comercial, las inversiones extranjeras, y una tolerada propiedad privada selectiva y concesionada no equivale al capitalismo.
Los que contaron con que la modernización material en China traería con ella la democracia, siguen esperando. Brilla por su ausencia (y creo que no deberían de estar muy esperanzados). Que la China de hoy sea diferente a la de Mao, es innegable. Como no es menos cierto que los EE UU que dejó Reagan es diferente a lo que fue bajo Carter o Nixon (hoy es mucho más próspero). Pero la analogía se fisura en la cuestión de las libertades civiles y políticas. En la tierra de Lincoln eso ha sido una constante sin reparar en quienes gobiernan. En China, ese no ha sido el caso. China está más materialmente abundante, sí. Pero no es ni más libre ni más democrática. El fortalecimiento de la economía en la República Popular China ha servido no solamente para proporcionar una mayor cantidad de bienes de consumo para los chinos en las ciudades principales (lo rural es otra cosa). La entidad que controla cada minúsculo aspecto de la vida, el Partido Comunista Chino, está hoy más fornido e institucionalizado que nunca. Eso incluye el reino de Mao. Si la excusa moral del Comité Internacional Olímpico para permitir que China comunista hospedara los juegos del 2008, es la misma fracasada premisa de que los avances materiales en China son (o serán) conducentes a un proceso democratizador o si eso la ha convertido en un lugar menos inhóspito éticamente, han errado de nuevo.
La dádiva de autorizar el alojamiento de un súper evento como las Olimpiadas dentro de territorio no-libre, no ha sido el único lapso inescrupuloso de sus organizadores. Cuando el Comité Internacional Olímpico rehúsa hacer diferenciación entre países cuyas estructuras socio-políticas son absolutistas, fomenta la permanencia dictatorial, legitimando el régimen opresivo. Demuestran, adicionalmente, una tácita aprobación de la dictadura o una abismal incongruencia con los principios básicos de la competencia deportiva. El deporte requiere de libertad y de alternativas dentro de límites prudentes y establecidos para que se puedan equiparar. Un atleta, proveniente de un país donde se practica la democracia, representa exclusivamente a su nación (incluyendo la de la diáspora).
Como en una democracia hay alternativas y las libertades para escoger entre esas alternativas, en el nombre de la pluralidad los equipos democráticos visten el uniforme patrio, desvinculados completamente de consideraciones partidistas o ideológicas de ningún tipo. Hay una clara distinción entre culto a la "patria" y al régimen operante. En las democracias, partidos y políticos son un fenómeno dinámico, donde las instituciones civiles y estatales resguardan el ambiente para que individuos, en este caso los atletas, y sus conciudadanos puedan tener variantes criterios políticos y actuar sobre ellas sin repercusiones.
Ese no es el caso con los equipos que provienen de países no-democráticos, particularmente donde imperan esquemas totalitarios. Los atletas a los que las dictaduras socio-políticas permiten participar en eventos deportivos (nacionales o internacionales), van en representación, no de una nación per se, sino de un movimiento político que desde el poder opera un régimen dictatorial y, de acuerdo a su propia "legalidad", son convencionalmente la "nación". O sea, en el caso del país no-democrático y uni-partidista, "nación" y "régimen" (o "revolución) son sinónimos. Este fenómeno, repito, está anclado en las respectivas "constituciones" de las dictaduras. No esconden su negativa de darles a sus ciudadanos (que incluye a los atletas) ninguna separación entre el sistema operante (movimiento/partido ideológico exclusivo), la patria y ellos (las masas). Quiéranlo o no, son hechos partícipes.
Al no existir la normal separación entre gobierno y país, los atletas que visten uniforme de un equipo que proviene del orbe donde impera un régimen absolutista, son convertidos, lamentable e injustamente, en representantes de una dictadura. Este engendro queda validado por la consistencia y vigorosidad con que cualquier régimen totalitario le niega la opción de participar en cualquier función deportiva (o cultural en general) a un no-integrado. La sumisión ideológica es un requerimiento. No es suficiente la capacidad deportiva. Las dictaduras tienen su propia "moral", esa que obliga al jugador a una clara identificación con el sistema. Esas son las reglas del juego en los regímenes absolutistas.
Uno de los artículos del Comité dice (entre otras cosas) que las Olimpiadas se "oponen" al abuso "político" del deporte o de los atletas. ¡Qué incongruencia moral! La hipocresía y desaprensiva actitud del Comité Olímpico Internacional se extiende en la doble moral que ha ejercido. Para citar sólo algunos ejemplos, los equipos de Sur África fueron, en 1972 y 1976, excluidos de participar por su política de apartheid racial. La antigua Rodesia (hoy Zambia y Zimbabwe), por razones similares, también fueron suprimidos en 1972. Muy bien. Sin embargo, los regímenes comunistas practican, despiadadamente y sin cesar, el apartheid clasista, político, religioso y racial (de facto). El Comité Internacional Olímpico, sin embargo, ha permanecido silente ante esta discriminatoria e inhumana práctica. La República China (más conocida como Taiwán) fue proscrita de los Juegos en 1976. Su renuencia a cambiar su nombre legal, bandera e himno le ganó esa distinción. Pudo volver en 1984. Pero sólo después de que las exigencias del Comité fueron aceptadas, se presentó la República China como "Taipei China" y con una bandera "especial". Y con rostro serio, los responsables administrativos de las Olimpiadas nos atestiguan que ellos no hacen política.
Lo más lamentable de todo esto es en lo que nos convierte estos eventos. La magna-audiencia que captan ocasiones televisivas como las Olimpiadas, en vez de servir el noble propósito de hacernos ciudadanos del mundo más sensitivo al sufrimiento ajeno, nos desensibiliza. Ahí en Pekín, a cuadras de donde la espectacularidad del deporte se vislumbraba y los aplausos saludaban a deportistas que tan arduamente se habían esforzado, un estado policiaco gestiona su inhumano control sobre la nación más populosa del mundo. Cerca de esos estadios, donde tantas hermosas medallas se repartieron, el genocidio contra el pueblo tibetano se continúa ordenando. Atletas que visten uniformes representando a naciones enteras, no se diferenciaron de los que son convertidos en vasallos de dictaduras políticas y simbolizan regímenes oprobiosos. ¿Cómo se permite que estos deportistas con la desdicha de venir de territorios no-libre, sean perseguidos y vigilado por fuerzas represivas políticas todo el tiempo? A veces, incluso, habiendo más agentes de represión que deportistas. Todo para evitar una expresión no autorizada o el escape hacia la libertad de atletas desesperados. Esta realidad, sin embargo, no se trasmite y se pretende ocultar. El Comité ha determinado que eso sería mezclar el deporte con la política. La elegante fachada no es singularmente coreografiada por los administradores de los Juegos. Tampoco se llevó a cabo sólo con la ayuda adicional de las dictaduras concernientes, cuyas esquemas doctrinales ha parecido, tradicionalmente, excitar a algunos influyentes miembros del Comité.
Ciertos comerciantes del mundo libre, demostrado una aguda ceguera y sordera moral, no dejaron de persuadirnos con sus anuncios y fanfarria extravagante, de que en la casa del opresor asiático todo andaba bien. Productores como la Coca Cola, General Electric, Kodak, McDonald´s, Omega, Johnson and Johnson, Visa y otros costearon el encuentro en China comunista, invirtiendo $866 millones. Prestaron su nombre y prestigio (aparte del dinero) para patrocinar un evento que se sabía que iba a generar (como lo ha hecho) millares de arrestos, pensando, erróneamente, que la maldad del sistema declararía una tregua, ya que habitaban sus calles innumerables extranjeros. Penosamente, la eterna mancha de la complicidad será el precio justiciero que esos patrocinadores pagarán.
Al final, el circo de los comunistas chinos terminó. En la Plaza de Tiananmen, el patético retrato de Mao con la fija mirada de una sádica Mona Lisa, continuará dejándole saber al mundo que en China, la dictadura del proletariado sigue en marcha. El Comité llevará sus competencias a otros lados y continuará su lamentable servicio dentro de su capacidad cultural, de abonar la preservación de dictaduras sanguinarias. Nosotros, como raza humana, hemos quedado más incivilizados gracias a estos Juegos. Vamos perdiendo la virtud de sentir repugnancia hacia poderes repugnantes. La indiferencia inunda la civilización libre cada vez más y el tacto de la inquietud moral parece esfumarse con mayor frecuencia.
Pudo haber sido distinto. Pero hace tiempo que los Juegos Olímpicos se descarriaron. Tal vez algún día las Olimpiadas recapacitarán. Ojalá. Tendrían que ser intolerantes con la explotación deportiva por parte de tiranías políticas e inflexibles en el condicionamiento de que las reglas del juego excluyan jugadas sucias de los gobernantes hacia los gobernados. Y eso no es cosa de juego. Deporte sin libertad es una mera manipulación atada a los caprichos de un tirano y su sistema.