- Eduardo Mesa
Cuba ante su aniquilación
Aunque España es el único lugar del mundo donde olvido que soy un exiliado, siempre me provoca cierta consternación el monumento a Valeriano Weyler en Madrid.
La desconcertante figura de Weyler marcó nuestra conciencia nacional con su infame política de reconcentración, que provocó la muerte de cientos de miles de cubanos. Aunque las cifras varían según los historiadores —algunos estiman más de ciento setenta mil víctimas y otros hasta cuatrocientas mil—, lo cierto es que en aquellos campos de concentración pereció una parte considerable de la población, que entonces rondaba el millón seiscientos mil habitantes. Un cuarto del país fue aniquilado entre el hambre, las epidemias y la desolación, dejando una herida que aún supura en la memoria de la nación.
Nadie habría pensado que serían dos cubanos, Fidel y Raúl Castro, quienes emularían el afán aniquilador de Weyler, al punto de hacerlo palidecer. Cabe añadir, en justicia histórica, que la estrategia de la reconcentración, aunque inmoral, se justificaba en el propósito militar de derrotar al Ejército Libertador, no en el deseo de exterminar al pueblo. Lo de los Castro, en cambio, cada día que pasa, se revela más como un afán sistemático de aniquilación moral, espiritual y física de la nación cubana.
Miguel Díaz-Canel, el mascarón de proa del castrismo, se ha enfundado el uniforme verde olivo para amenazar a los cubanos que, como último recurso, bajan de sus casas en las calurosas noches pobladas de tinieblas y se sientan con sus hijos alrededor de una hoguera, como hacían antaño los primeros hombres. Se concentran en las llamas que espantan a los insectos y las alimañas, y que traen algo de luz a su tenebrosa y miserable existencia.
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