Mi madre tuvo la previsión de llevarme al psicólogo en mi más temprana edad para fabricar un expediente médico que me libró del Servicio Militar Obligatorio. A mi favor debo decir que cumplí con esmero las orientaciones de Mami para conseguir que aquellas sesiones con la psicóloga fueran exitosas; aunque en la adolescencia, la ficción se mezcló en algún momento con la realidad y por poco se enreda la cosa. Si en algo coincidimos mientras vivió fue en no tener pulsión revolucionaria alguna y en detestar con esmero a los comunistas cubanos.
El día que fui a la oficina de reclutamiento en el barrio de Colón, con el resumen de mi expediente médico bajo el brazo, se llevaron en un camión a una treintena de muchachos que habían sido examinados en días anteriores. Iban “armados con el jarro y el cepillo de dientes” mientras compartían las bromas propias de la juventud y la plomiza resignación que imperaba a mediados de los años ochenta. Iban a perder tres años de sus vidas de un modo miserable, la mayoría de ellos lo lamentaba en mayor o menor medida. Ninguno tenía edad suficiente para saber lo breve que es nuestro paso por este mundo, y esa ingenuidad atenuaba la pérdida.
En mi época, cuando pasabas el escrutinio del comité militar, te preguntaban si querías ser internacionalista. Yo respondí que no, con la imprescindible coletilla de que “estaba dispuesto a defender a Cuba”, pero que no quería ir a ningún lugar fuera. Fuimos muy pocos los que ese día renunciamos expresamente a ejercer el internacionalismo proletario, aunque en la práctica todos intuíamos que, enrolados en las FAR, nos podían mandar a donde les diera la gana, como habían hecho en épocas anteriores con llamados tan pintorescos y poco motivados como el nuestro.
Cuando el coronel, presidente del comité militar, con toda solemnidad me informó que no era apto para pertenecer a las gloriosas Fuerzas Armadas Revolucionarias y que quedaba excluido del registro militar, tuve que contraer las mandíbulas para controlar la alegría que me recorría el cuerpo. Creo que el coronel confundió mi gesto con la aflicción de quien ha sido inhabilitado en contra de su voluntad y, en tono condescendiente, agregó que este veredicto no me impediría servir a la Revolución en otros frentes. Asentí con el mismo silencio, con las mandíbulas igual de apretadas, y me fui a la carrera de aquel hueco negro en el espacio.
Durante toda mi vida adulta en la mayor de las Antillas me acompañó la ventajosa ignominia de ser un excluido de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Se lo debo a mi madre, que en gloria esté. Su excesiva preocupación por protegerme en este asunto me favoreció y nunca le agradecí lo suficiente por hacerlo. Al pasar los años he comprendido a cabalidad el valor de aquella baja médica.
Hace unos días explotó un arsenal cochambroso del ejército privado de la familia Castro y mató a 13 personas, la mayor parte reclutas que tuvieron la mala fortuna de estar allí. Me dio mucha pena por esos jóvenes que han perdido la vida y por sus familias, que deben estar sufriendo un dolor y una impotencia inenarrables. Todo por mantener la ficción de una porquería de ejército que no puede enfrentar ni a un batallón de boy scouts de Arkansas y solo sirve para facilitar el control de la juventud cubana mediante el secuestro de sus vidas durante tres largos años en los que, además de exponerse a peligros mortales, no aprenden ni resuelven absolutamente nada.
Gracias Mami, nunca te agradecí lo suficiente, por librarme de esa mierda monumental llamada Servicio Militar Obligatorio.
Autor: Eduardo Mesa, escritor y presidende del Observatorio de Derechos Humanos de Cuba (OCDH). Sigue a Eduardo en @eduardomesaval