El Siliconazo. El 7 de enero del año 2021, en apenas unos segundos, y ante la mirada atónita de muchos, las grandes compañías tecnológicas de Silicon Valley destruyeron la primera enmienda de la constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.
Guarden la fecha, porque algún día podrá ser recordada como la efeméride del Siliconazo.
Un momento en el que cualquier persona decente debió haberse preocupado hasta el insomnio. No solo por lo que significa que cuatro o cinco oligarcas decidan anular la sacrosanta libertad de expresión, sino por el porvenir que ese hecho ya avisa para el resto del mundo.
El análisis de las causas de esa barbaridad tiene al menos dos niveles. Uno que puede ser reducido a los mezquinos intereses de los oligarcas que controlan esas compañías, y otro que apunta a algo mucho más extenso, profundo, y antiguo.
Es evidente que hay intereses mezquinos. Amazon, por ejemplo, quiere seguir sobrecargando el maltrecho y sindicalizado correo estadounidense, sin que llegue un presidente a exigir negociaciones. Google, por su lado, quiere seguir monopolizando los mega datos sin que lo fiscalicen; y Twitter y Facebook, para no ser menos, buscan controlar el mercado de las opiniones sin tener que dar muchas explicaciones al respecto.
Nada de eso, sin embargo, es de gran importancia. Lo importante, al menos para mí, no son los cuatro o cinco tontos que controlan esas compañías y que defienden, por tanto, sus mezquinos intereses. A fin de cuentas, ¿quién recuerda hoy a Carnegie, a Dupont, a Hughes, o al CEO del otrora súper poderoso Yahoo? A todo se los llevó la arena del tiempo.
Lo importante, al menos para mí, es el enjambre que exigió e hizo posible que esa barbaridad sucediera.
Me refiero a esa generación de estadounidenses que hoy no pasa de los 35 años, que fue educada después de la derrota económica del socialismo real y que creció siendo adoctrinada, quizás sin saberlo, en un odio visceral hacia esa entelequia que han aprendido a llamar “el capitalismo”.
Lo primero que salta a la vista en esa generación es que muchos de sus miembros y miembras viven absolutamente convencidos y convencidas de ser buenos muchachos y buenas muchachas. No quiero decir con eso que lo sean, tampoco quiero decir que no lo sean, solo digo que viven absolutamente convencidas y convencidos de serlo.
Ignoran que de esos absolutos han nacido muchos dolores y son, en su mayoría, chiquillos que se apuntan a la obsoleta idea de que un estado todopoderoso y sobreprotector, manejado por una burocracia que no paga por sus errores, y que casi siempre puede enriquecerse con ellos, es la solución para unos problemas que esa muchachada –absolutamente buena y sufridora como es– considera insoportables.
Parecen ser, por decirlo de alguna forma, una mezcla perfecta de la ancestral culpa protestante con ese odio que Gramsci codificó como raciocinio, y disfrazó con amor. Ven al mundo como una colección de víctimas y victimarios. Comparten, como una seña de identidad, el sentirse culpables de sus ancestros y saben, como solo pueden saberlo los santos, que están llamados a salvar al mundo del apocalipsis. En su afán redentor han terminado detestando los méritos ajenos y han convertido a la mediocridad en el más alto estándar de referencia.
Son un enjambre eternamente adolescente, porque siempre adolecen de algo. Son un avispero que poco a poco han ido penetrando la academia estadounidense, los medios de difusión, el sistema educacional, los sindicatos y las llamadas organizaciones sociales. Poco a poco van llegando también a la alta política de ese país; porque algunos de ellos ya se pasean, con sus equinos rostros y legislaciones, por los pasillos del Congreso de los Estados Unidos.
En realidad, nadie debería preocuparse por ellos. Como las otras generaciones anteriores, esta también debería estar condenada a diluirse en la inmensidad de esa gran nación que son los E. UU. Cuentan, en total, con alrededor del 22% de la población y, si asumimos que no todos ellos piensan igual, podemos aventurar entonces que los más convencidos no pasan de ser un mero 15%.
Es evidente que pasados unos cuantos años, y algún que otro chequeo con la realidad, esa generación habría quedado como una de las tantas notas al margen en la historia de América y del mundo. Sus sufridas opiniones convertidas en consignas, y sus buenos deseos expresados como reclamos inapelables, habrían quedado como el recuerdo de lo que realmente son: una varicela o un sarampión.
Así habría sido de no ser por un detalle, y es que una fracción de esa generación trabaja en Silicon Valley. Son los obreros de ese panal de programadoras y programadores que se encargan de codificar, con sus algoritmos y subrutinas, las instrucciones que median entre la información y sus receptores.
Son esas chicas y esos chicos que agarran una realidad que es extraordinariamente compleja y la filtran, a través de unas simplificaciones llamadas algoritmos, y de unas instrucciones que conocemos como programas, para presentarla de una forma ordenada y simplificada que solo ellos deciden, y que al mundo no le queda otro remedio que aceptar.
Son, en su esencia, un ejército de intermediarios entre un corpus de conocimientos y los receptores de esos conocimientos. Unos usuarios que están organizados en comunidades y que tienen que aceptar, porque no les queda otro remedio, la opacidad intrínseca de un proceso en el que unos pocos deciden cómo y cuándo ellos recibirán la información.
Fue esa opacidad la que dio lugar a los famosos algoritmos creados para decrecer la influencia, en la blogosfera, de opiniones contrarias a las que ese enjambre defiende y comparte.
Fue esa falta de transparencia la que generó el circulo de vicioso de personas que viven de simplificar y que, cuando se sienten insultadas por el choque con realidades complejas, deciden cancelarlas usando el poder de sus simplificaciones.
Fue esa dinámica de comunidad cerrada, y adoctrinada, la que dio lugar a esa autoflagelación de cancelar opiniones, algunas de ellas con casi 90 millones de seguidores, en un negocio que vive de colectar y vender opiniones.
En un mundo normal, que funcione según las reglas de la economía de mercado, serían suicidas evolutivos condenados a desaparecer. En un mundo normal no pasarían muchos meses antes de que una alternativa menos controladora, y adoctrinada, los sacara de ese espacio evolutivo que llamamos mercado. Por desgracia, no estamos viviendo en ese tipo de mundo.
Para descubrir el tipo de mundo que ya se anuncia como un porvenir, tenemos que detenernos, por un instante, en el análisis de las características que describen a esa porción del enjambre que trabaja para los oligarcas de Silicon Valley.
Como miembros que son de su generación, esos chiquillos comparten las características que ya fueron descritas con anterioridad. A ellas se pueden sumar, sin mucho esfuerzo, que son eminentemente sedentarios, que cargan con una imagen corporal negativa, que tienen serios problemas para las relaciones sociales, que no fueron populares en sus escuelas y que, en algunos casos, pueden ser identificados como eso que llamamos Incels, del inglés “Involuntary Celibates” o célibes involuntarios.
¿No les recuerda eso un déjà vu?
Recapitulemos: Son unos gorditos que se sienten absolutamente buenos, que quieren salvar al mundo y a la humanidad, que creen en el apocalipsis (climático, pero apocalipsis al fin), que ven al capitalismo como algo satánico, que practican la autoflagelación y que han hecho votos voluntarios o involuntarios de castidad. Además de eso, son unos gorditos que tienen la capacidad, y la usan, de erigirse en intermediarios entre un corpus de conocimientos y unos usuarios de esos conocimientos que se organizan en comunidades y que están obligados, porque no les queda otro remedio, a aceptar la opacidad intrínseca del proceso mediante el cual esos gorditos deciden que es lo que ellos pueden o no pueden leer y, eventualmente, que es lo deben o no deben pensar.
¿No les recuerda eso a los evangelizadores?
Recordemos: Eran buenos y estaban llenos de amor al prójimo. Iban a salvar al mundo de ese apocalipsis que ya el viejo testamento anunciaba. Su lucha fue contra otro satánico mal. Creían en el pecado de la carne. Muchos hicieron votos de castidad y otros, con el devenir del tiempo, aprendieron a auto flagelarse por un bien que siempre imaginaron común. Fueron, además, unos cuerpos mal atendidos que se erigieron en intermediarios entre un corpus de conocimientos y unos usuarios de esos conocimientos que se organizaron en comunidades y estuvieron obligados, porque no sabían leer ni podían imprimir el Nuevo Testamento, a aceptar la opacidad intrínseca del proceso mediante el cual esos cuerpos maltratados decidían que es lo que ellos podían saber o no podían saber y, eventualmente, que es lo debían o no debían pensar.
Si aceptamos la equivalencia entre la muchachada de Silicon Valley y los evangelizadores no estamos aceptando, para nada, un proceso negativo. Todo lo contrario. No creo que nadie en su sano juicio se atreva a negar el hecho de que las ideas de Cristo fueron, y son, una bocanada de aire fresco lleno de amor, o un resplandor de ética y moral en un mundo que tanto lo necesitaba y todavía lo necesita.
Donde la equivalencia se torna negativa es en ese momento de la historia, trecientos trece años después de la muerte de Cristo, en el que Constantino-I reconoció oficialmente al cristianismo, dejó de perseguirlo y abrió las puertas, metafórica y literalmente, para que esa doctrina se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano.
Ese fue el momento en el que la idea se tornó en institución, y en el que esa institución fue utilizada para ejercer un poder que, de inicio, se encargó de sobre simplificar la compleja vida religiosa del imperio romano (en la que había un dios para casi cada traste de la cocina) y, eventualmente, de controlar la información y el pensamiento.
Fue ese el momento en el que la idea original empezó a dar lugar a una institución que, como todas las instituciones, tuvo como el primero de sus objetivos su propia subsistencia, aunque fuera al precio de mancillar la idea original.
A partir de ahí, y sobre todo del Concilio de Nicea del año 325, desapareció la exquisita tolerancia de los primeros cristianos y nadie, absolutamente nadie, que tuviera una visión distinta, aunque fuera pequeñísima, podría subsistir.
El pasado 7 de enero ocurrió una fusión similar entre el Partido Demócrata de los EE. UU., un poder que acaba de eliminar el último obstáculo para eternizarse en el poder, y una maquinaria eclesiástica altamente ideologizada, y adoctrinada, que es capaz de controlar la información y el pensamiento.
Es cuestión de tiempo, entonces, que esa nueva maquinaria que acaba de surgir en Silicon Valley sea investida con el poder totalitario que necesita para anular a esos herejes y paganos que ellos reconocen como Parler, Gab, Disenter, DuckDuckGo, etc.
Si la decisión de Constantino-I dio lugar a esos mil años que hoy conocemos como la Edad Oscura es muy posible, o probable, que estemos a las puertas de otro de esos períodos de la historia en los que la complejidad será perseguida y las terribles simplificaciones serán arropadas con aplausos.
Recuerden que Jacob Burckhardt lo dijo hace ya más de un siglo: “la esencia de las tiranías es la negación de la complejidad”. Si eso es verdad, entonces el 7 de enero del año 2021, el día del Siliconazo, marca la fecha en la que ocurrió el milagro del silicio convertido en cilicio, para iniciar la era de una nueva tiranía global.