La Revolución del callo y el ministro Gil

Mi abuelo siempre decía: “Esta es la revolución del callo, porque la gente es revolucionaria hasta que le pisan el callo.” Abuelo sabía de lo que hablaba por partida doble: había sido revolucionario en los años veinte hasta que terminó en La Cabaña, y padecía esos engrosamientos de la piel que punzan los nervios, provocando un dolor instantáneo. Él mismo se los rebajaba con una máquina de afeitar y con infinita paciencia, después de sumergir los pies en agua caliente por un buen rato.

Ayer escuché una entrevista del periodista Mario Pentón a María Victoria Gil, la hermana del exministro Alejandro Gil, más conocida por Vicky, presentadora del popular programa de televisión De la Gran Escena junto a Edmundo (el del pepino) García. Y al escuchar a esta mujer, recordé de inmediato la sentencia de mi abuelo, porque resulta que al ministro Gil y a su familia les han pisado el callo. 

Es casi de interés antropológico ver a esta banda de cabrones, oportunistas y pillos descubrir el agua tibia. Que la revolución es un abuso. Que el Estado de Derecho no existe. Que nadie tiene garantizado un juicio justo. Que pueden hacer contigo lo que les dé la gana y no hay instancia alguna a la que recurrir. Es indignante ver a esta familia de manganzones, cuentistas y aprovechados quejarse amargamente por el destino del apaleado ministro, que vivió en la cochambre de la corrupción revolucionaria como un aspirante a príncipe. Y que ahora, defenestrado por aquellos a quienes sirvió con tanto esmero, ha recibido por fin la revelación de que sus ecobios, Canel y compañía, lo han cogido de punto.

¿Cómo coño pensaba Victoria Gil —la hermana del ministro—, y los hijos del ministro, y todos sus parientes, que vivían los cubanos de a pie? ¿En qué país imaginario creían estar? ¿Cuál de ellos se quejó, protestó o cuestionó durante todos estos años la existencia de tantos presos políticos, tantos crímenes en prisión, tantos jóvenes presos por la represión desatada después del 11 de julio de 2021? ¿Dónde estaban entonces sus voces indignadas?

En realidad, al magullado ministro Gil, a la hermana del ministro Gil, a los hijos del ministro Gil y a todos los parientes del ministro Gil, los cubanos les importan un carajo. Han vivido a la sombra del poder, se han calentado y alimentado con prebendas al calor de esa hoguera que calienta hasta que se vuelve una lengua de fuego y los quema a todos. A todos… menos a los dueños del negocio, los tipos de verdad, los bárbaros del ritmo que necesitan, cada cierto tiempo, un chivo expiatorio para justificar la soberana, magnífica y tremendísima mierda que es la revolución cubana.

Esta vez le tocó pagar el pato al ministro Gil, que no es más culpable ni menos culpable que todos los demás cómplices de la familia que controla el negocio de la revolución. Es por eso que no siento pena alguna por él, porque el ministro Gil no es otra cosa que un cabrón y un miserable caído en desgracia. Y no me apena lo que le ocurre, porque lo que realmente me parte el alma es la miseria y el abandono en que viven millones de cubanos: víctimas de enfermedades sin tratamiento, del hambre, de los apagones interminables y de un sinnúmero de carencias que vuelven sus vidas insoportables. Tan insoportables que no pocas voces vuelven a usar, una y otra vez, la palabra genocidio para intentar describir una realidad marcada por la muerte, la muerte y la muerte.

No tengo esperanza alguna de que el destino del ministro Gil sirva de lección moral para todos los delincuentes que apoyan a la familia que controla el negocio de la revolución. Por razones del estómago, esa putrefacción humana que recibe el nombre de cuadro, de dirigente, de pincho, de mandamás termina por no aprender nada respecto a ese experimento saturniano que, de diferentes maneras, ha triturado a los que han creído tener algún poder.

La defenestración del ministro Gil es una más que pasará sin pena ni gloria, como mismo han pasado muchas otras antes que la suya, sirviendo de cínica justificación para lo injustificable y de clara advertencia para los que en esta orilla insisten en la bobalicona idea de que hay funcionarios y tecnócratas en las esferas del poder ansiosos por salvar a Cuba de sí mismos.

Mucho me temo que la hermana del ministro Gil, los hijos del ministro Gil y los parientes del ministro Gil poco podrán hacer para salvarlo. Si lo entierran con vida en algún calabozo y no lo matan, quizás el ministro Gil logre sobrevivir lo suficiente para ver el final del negocio de la revolución y la refundación de ese país que necesita ser sanado desde lo más profundo, cauterizando con fuego las heridas que la maldita revolución dejó. Aunque, tal y como están las cosas, ese final depende muy poco de nuestros esfuerzos y mucho, pero mucho, de la misericordia de Dios.