- Fuente/Autor: Julio M. Shiling
Cultura de libertad reverbera credulidad y apodera ciudadanos
Toda sociedad existe dentro de un marco cultural, proveniente del sistema socio-político en que vive. De los pueblos produce, lo mejor o lo peor. De culturas, la de la libertad es la más elevada. Obsequia las máximas posibilidades para el enriquecimiento espiritual y el material. El éxito de su fórmula parte de su aceptación de la naturaleza humana. Como no la inventó, no experimenta tratando de cambiarla. Pero sí establece las reglas más afines para su desarrollo. Premia las virtudes del humano y obstaculiza sus vicios.
La cultura de libertad reverbera credulidad en su población. Apodera a sus ciudadanos directamente, no a través de intermediarios elitistas. La riqueza nacional, proveniente del talento y el esfuerzo de sus habitantes, permanece mayoritariamente ahí: con los que la producen, no los que la confiscan y la reparten. El pluralismo que engendra distribuye el poder naturalmente, sin arbitrariedades ideológicas. La sociedad civil es ungida con las riendas terrenales del orden social. El gobierno, subordinada a la misma, es fuerte para resguardar un Estado de derecho que la protege y limitado en su capacidad de obstruirla.
Culturas que contrastan, agudizan su diferenciación en el trato que le dan a la libertad. También se distinguen en las secuelas que dejan. Su antítesis proviene de sistemas donde comarcas teorizantes que ven el mundo girar alrededor de una lucha de clases, de razas o de civilizaciones, prescriben proyectos que, oficializando la proliferación del terror, suprimen la libertad. La implantación de estos delirios utópicos inevitablemente desemboca en un despotismo sanguinario que, consecuentemente, fecunda una cultura totalitaria en los casos dictatoriales más severos, los de dominación total. La enajenación, la hipocresía y el desmembramiento de la virtud son sus características sociales. Otra vertiente cultural antagónica a la libertad, aunque de corte democrático o pseudo-democrático, es cuando se implanta un clientelismo que confecciona castas de ruindad al capitular la sociedad su primacía y atribuirse el Estado poderes predatorios. Este variante produce una cultura de dependencia.
Problemas sociales como la miseria material son, dentro de la cultura de libertad, opcionalmente transitorios. En la cultura totalitaria, sin sumisión ideológica absoluta, la pobreza inducida es perpetua y en la cultura de dependencia, es eludible sólo con el traslado extraterritorial. La mendicidad generalizada se convierte en industria, de donde la ralea política se aprovecha. La peor injusticia social, sin embargo, es la miseria moral que ocasionan. El abominable saqueó espiritual que estructuras totalitarias efectúan, no se ve eclipsada ni por las deplorables penurias económicas que notoriamente causan. La perversa violación de transgredir con fines doctrinales de lo humano su transcendental esencia, revela la crueldad de su fanatismo. El dogma socialista no frena su avance, aún ante la pared empírica que demuestra lo demencial de su práctica. En el otro caso, la frenética estatización que fabrica una cultura de dependencia, el otro adversario cultural de la libertad, al desposeer a sus ciudadanos de facultades autosuficientes, los confina a subsistir bajo una tutela mísera, penosa y evitable.
La cultura de libertad no da garantía que producirá sólo santos entre los hombres. Ni tampoco ofrece parcelas especificadas de tesoros materiales. Pero con el poder económico y el político descentralizado y plural, sin pretensiones hegemónicas o propósitos surrealistas, dentro de un Estado de derecho que promueve la oportunidad, el orden y, por supuesto, respetando el regalo divino que es la libertad, el espacio queda fértil para el cabal desarrollo de sus hijos. Así podrá la sociedad con grandilocuencia ejercer su libre albedrío y buscar el camino que Dios trazó para todos.