1846 - En días de esclavitud

Comentario por Julio M. Shiling

Este poema deja ver las ansias de un pueblo por vivir libremente, y a la vez, el dolor por la dificultad de obtenerla. Zenea tipifica el poeta patriótico-político.

En días de esclavitud (1846)

   Muéveme el buque y la apiñada gente

se apresura, se va, vuelve, se agita

monta el ancla en la proa el corvo diente,

y el opreso vapor se escapa y grita.

   Se abrazan los amigos angustiados,

llega el instante del partir supremo,

sepáranse las barcas de los lados

y el agua surcan al compás del remo.

   Al soplo de la brisa gemidora

colúmpase la nave y se adelanta,

rompe el mar con su cortante proa

y espuma hirviente en su redor levanta.

   Pensando en el pasado y lo futuro,

tendida como un cisne sobre el llano,

quédase al pie del artillado muro

la señora del Golfo Mejicano.

   Y ya la cabellera oscura ondea

del humo vago en la región vacía,

y sobre el tope el pabellón flamea,

y partimos... y ¡adiós, oh patria mía!

   Vienen de la ciudad voces lejanas

que el desgraciado corazán oprimen,

y al toque de oración de las campanas

los ecos tristes de la tarde gimen.

   Asoman solitarias las estrellas,

y engalanan las orlas del espacio

las tintas melancólicas y bellas

del ópalo, las perlas y el topacio.

   Empieza a vacilar la incierta raya

que dibujan las costas y los montes,

húndese las palmeras de la playa

y se visten de azul los horizontes.

   El sol, al ver la luna, corta el paso;

y se ven suspendidos, frente a frente,

un globo de oro y sangre en el Ocaso

y un globo de alabastro en el Oriente.

   ¿Y adónde vamos? ¡Ay!, mejor sería,

en vez de errar sobre volubles olas,

estar mirando fenecer el día

desde el umbral de nuestro albergue a solas.

   Errante, silencioso y descuidado,

más me pluguiera, en el agreste asilo

de algún bosque secreto y apartado,

lejos del mundo suspirar tranquilo.

   ¿Qué nos fuerza a emigrar? Si yo quisiera

vivir del deshonor y la perfidia,

volver a Cuba y despertar pudiera

de viles gentes la rabiosa envidia.

   Que allá, para morar como los brutos,

basta ser el oprobio indiferente,

llevar a Claudio César los tributos,

postrarse humilde y doblegar la frente.

   Basta seguir de la lesonja el gremio

para gozar imperturbable calma,

por torpes vicios merecer un premio

y de una vez sacrificar el alma.

   ¿Por qué dejamos la mansión querida

donde vimos la luz? ¿Por qué la suerte

cambia estos campos de esplendor y vida

por otros, ¡ay! de oscuridad y muerte?

   Porque buscamos libertad y vemos

la fe perdida y la existencia ajada,

y ya no más sobrellevar podemos

la esclavitud de nuestra tierra amada;

   porque nos niega su favor el cielo,

y tú, ¡rudo opresor!, no nos cedistes

¡ni un solo palmo en nuestro mismo suelo

para aterrar a nuestros hijos tristes!

   ¡Señor, Señor, el pájaro perdido

puede hallar en los bosques el sustento,

en cualquier árbol fabricar su nido

y a cualquier hora atravesar el viento.

   ¡Y el hombre, el dueño que a la tierra envias

armado para entrar en la contienda,

no sabe, al despertar todos los días,

en qué desierto plantará su tienda!

   Dejas que el blanco cisne de la laguna

los dulces besos del terral aguarde,

jugando con el brillo de la luna,

nadando entre el reflejo de la tarde.

   ¡Y a mí, Señor, a mí no se me alcanza

en medio de la mar embravecida,

lugar con la ilusión y la esperanza

en esta triste noche de la vida!

   Esparce su perfume la azucena

sin lastimar su cáliz delicado

y si yo llego a descubrir mi pena,

me queda el corazón despedazado.

   ¿Y quién soy yo? ¡Poeta vagabundo

que vengo como réprobo maldito

a cantar una hora en este mundo

en presencia de Dios y lo infinito!

   Vengo a pulsar el arpa en breve instante,

y en mi suerte más bella solo espero

encontrar mi sepulcro, como Dante,

por las sendas, tal vez, del extranjero.

   La estrella de mi siglo se ha eclipsado,

y en medio del dolor y el desconsuelo

el lirio de la fe se ha marchitado

y no hay escala que conduzca al cielo.

   Van los pueblos a orar al templo santo

y llevan una lámpara mezquina,

y el Cristo allí sobre la cruz, en tanto,

abre los brazos y la frente inclina.

   Voluptuoso el amor en los placeres

no busca mirtos, ni laurel aguarda,

y cubren con un velo las mujeres

el ángel adormido en su guarda.

   Tengo el alma, Señor, adolorida

por unas penas que no tienen nombres,

y no me culpes, no, porque te pida

otra patria, otro siglo y otros hombres;

   que aquella edad con que soñé no asoma;

con mi país de promisión no acierto;

¡mis tiempos son los de la antigua Roma,

y mis hermanos con la Grecia han muerto.

Zenea, Juan Clemente. “En días de esclavitud”. Exilio.com. 1846. Web. 14 abril 2013.

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