- Carlos Alberto Montaner
1901: Cuba entre la anexión y la república por Carlos Alberto Montaner
Nació en La Habana, Cuba. Prolífico autor, galardonado columnista, periodista y conferencista, que fue preso político y ha ejercido como profesor en numerosas universidades. Es fundador y presidente de la Unión Liberal Cubana y vicepresidente de la Internacional Liberal.
Entradillas
En 1901 nadie sabía exactamente cuál era la intención del gobierno de Estados Unidos con relación a la Isla.
Existía un elemento extremadamente debilitador: la ausencia de un liderazgo indiscutible en las filas cubanas independentistas. Muertos Martí, Maceo y Calixto García -este último durante una visita oficial a Washington en 1898-, y Máximo Gómez decidido a inhibirse, la jefatura de los demás jefes insurrectos era intensamente discutida.
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La «Resolución Conjunta» impedía, ciertamente, que Cuba -como ocurrió con Puerto Rico y Filipinas- fuera convertida en una colonia manu militari, pero no que los cubanos, libremente, por su propia decisión -pensaban los anexionistas-, motivados por la gratitud, la defensa de sus intereses económicos y el temor al caos a que podía conducir el autogobierno, solicitaran integrarse en el poderoso estado vecino.
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Sucedió una tremenda ironía: tras el proceso de institucionalización impulsado por la intervención norteamericana, acaso como paso previo a una probable anexión de Cuba, esa posibilidad se desvaneció casi instantáneamente.
En 1901 una palabra clave podía definir el estado de ánimo general de los cubanos: incertidumbre. Nadie sabía exactamente cuál era la intención del gobierno de Estados Unidos con relación a la Isla. ¿Quería anexionarla a la Unión por su ya entonces gran peso azucarero, como aseguraba el senador Morgan? O, por el contrario, ¿se sujetarían los norteamericanos a la «Enmienda Teller» o «Resolución conjunta» -cámara y senado- de abril de 1898, suscrita como prólogo a la guerra entre Washington y Madrid, por la que se consignaba que Cuba tenía derecho a ser libre e independiente? Pero si inquietante era ignorar los ocultos designios americanos, complicados con señales contradictorias emitidas por funcionarios y políticos que no se ponían de acuerdo, más grave aún era desconocer cuál era, realmente, la voluntad de los propios cubanos.
En efecto, nadie sabía con razonable precisión lo que pensaba la mayoría de los cubanos. No había técnicas para encuestar la opinión pública, y las viejas categorías de «autonomistas» e «integristas» se habían oscurecido tras la experiencia brutal de la última guerra. En 1901 las opciones vigentes eran la independencia -la más obvia-, o la anexión a Estados Unidos, tácitamente desechada por ambas partes tras la Guerra Civil norteamericana, pero súbita y confusamente revivida tras la intervención de la Unión en el conflicto cubano. No obstante, el sentido común y la simple observación transmitían cierta información: parecía que los propietarios y las personas más acaudaladas eran partidarios de la anexión de Cuba a Estados Unidos, objetivo en el que coincidían con los españoles avecindados en la Isla, quienes veían en estos vínculos una garantía a sus vidas y propiedades.
Por otra parte, daba la impresión de que los criollos blancos educados, los campesinos de todas las razas y los negros y mulatos de las zonas urbanas, mayoritariamente preferían la independencia, aunque es probable que ese sentimiento nacionalista no estuviera uniformemente implantado en toda la Isla. En el occidente, La Habana incluida, siempre existió una cierta desconfianza frente a la capacidad de los cubanos para ejercer plenamente la soberanía -de ahí el notable éxito de la fórmula «autonomista» en la región-, mientras que en el oriente del país predominaban las tendencias separatistas.
Sin liderazgo ni legitimidad
La falta de un claro consenso nacional sobre la naturaleza del Estado que estaba a punto de gestarse -o de abortar- iba acompañada de otro elemento extremadamente debilitador: la ausencia de un liderazgo indiscutible en las filas cubanas. Muertos Martí, Maceo y Calixto García -este último durante una visita oficial a Washington en 1898-, Máximo Gómez decidido a inhibirse -«los hombres de la guerra son para la guerra, los de la paz para la paz»- y ásperamente enfrentado a numerosos militares cubanos, ninguno de los jefes del Ejército Libertador contaba con el respaldo abrumador de los soldados rebeldes y mucho menos de la vacilante sociedad civil cubana.
Más aún: entre las disposiciones del Partido Revolucionario Cubano, gestor del ejército mambí, estaba la de disolver esa fuerza militar una vez obtenida la victoria. Así que en el momento en que Estados Unidos pidió el licenciamiento de las tropas cubanas, lo que comenzó a discutirse fue cómo hacerlo, cuánto había que pagarles a los soldados -muchos de ellos pobres hasta la indigencia-, y el monto dispuesto a prestar para hacerle frente a esta masiva desmovilización de algo más de treinta mil rebeldes. Finalmente, tras unas humillantes discusiones, la suma acordada fue de tres millones de dólares, muy inferior a los diez solicitados, lo que añadió una gran dosis de amargura entre los frustrados ex combatientes.
En el terreno político ocurría algo parecido. Los estatutos del Partido Revolucionario Cubano indicaban la disolución de la institución tan pronto como la guerra fuera ganada, cosa que también sucedió de manera casi natural. Martí, creador del PRC, en su celo por evitar el surgimiento del caudillismo o del militarismo, y obsesionado por la historia de abusos y atropellos cometidos en toda América tras el advenimiento de las repúblicas, quiso ahorrarles esos conflictos a los cubanos, pero en sus cálculos no entró que la derrota de España sería a manos de otra potencia imperial, lo cual dejaba a los independentistas sin un cauce natural para aspirar al poder.
En 1898, tras el fin de la guerra, sólo quedó una débil estructura capaz de insinuar la jerarquía de los independentista: el Gobierno de la República de Cuba en Armas, presidido por el general Bartolomé Masó, pero su oportunidad histórica se había esfumado varios meses antes, sin que nadie lo advirtiera, cuando el Congreso americano ignoró una declaración de reconocimiento oficial propuesta por el senador Joseph Benson Foraker -uno de los más sagaces críticos del jingoísmo imperialista-, optando este parlamento por la más vaga «enmienda Teller».
Carente de la fuente de legitimidad defendida por Foraker, con el ejército mambí desmantelado y el Partido Revolucionario Cubano disuelto, el «gobierno de Masó» no pasaba de ser una fantasmagórica entelequia que no tenía otro peso específico que el de las biografías de tres de sus más distinguidos integrantes: el propio Masó -un hombre enérgico, difícil, que había tenido sus encontronazos con Maceo-, Domingo Méndez Capote, vicepresidente, y José B. Alemán, Secretario de Guerra.
Anexionistas e independentistas
¿Por qué la administración de McKinley, tras la explosión del Maine y cuando parecía inevitable la guerra con España, se había negado a reconocer al Gobierno de la República de Cuba en armas? Seguramente, para dejar entre abierta la puerta de la anexión. Pero, si ése era el propósito oculto, ¿por qué se había aprobado la Enmienda Teller que declaraba que Cuba tenía el derecho a ser libre e independiente? Nadie puede asegurarlo, pero probablemente la mejor conjetura es ésta: porque la clase dirigente norteamericana estaba profundamente dividida en cuanto a los objetivos de la intervención en Cuba, brecha que muy hábilmente aprovechó el lobby independentista de los exiliados cubanos, asesorado por el abogado Horatio Rubens, el amigo de Martí, para arrancarle al congreso un compromiso formal que garantizaba el derecho a la independencia. Los anexionistas pudieron evitar la declaración de Foraker, pero, sin demasiado entusiasmo debieron admitir la de Teller.
Había en Washington genuinos partidarios de la independencia -como el senador Foraker-, y había «halcones» como Teddy Roosevelt que esperaban que la Isla fuera anexada a Estados Unidos, tal y como se había hecho con Hawaii, precisamente en 1898. En todo caso, la «Resolución Conjunta» no cancelaba totalmente la posibilidad de la anexión. Hacía medio siglo, los texanos, antes de pedir su incorporación a la Unión, habían pasado por el expediente de crear una fugaz república. Los cubanos, pues, que en su momento habían copiado la bandera de la estrella solitaria de la república texana, podían ejercer su soberanía de la misma manera. La «Enmienda Teller» impedía, ciertamente, que Cuba -como ocurrió con Puerto Rico y Filipinas- fuera convertida en una colonia manu militari, pero no que los cubanos, libremente, por su propia decisión -pensaban los anexionistas-, motivados por la gratitud, la defensa de sus intereses económicos y el temor al caos a que podía conducir el autogobierno, solicitaran integrarse en el poderoso estado vecino.
Eso era lo que en el bando anexionista norteamericano, dirigido por el Secretario de Estado Elihu Root, un brillante político y diplomático, predecían que ocurriría. De ahí que antes del triunfo los norteamericanos le negaran el reconocimiento oficial al gobierno de Masó, y luego de la derrota española hicieran lo mismo con la Asamblea organizada por los mambises como órgano representativo de los insurrectos: la estrategia de Washington consistía en no fortalecer las estructuras independentistas y no provocar un drástico cambio de mando.
Convocatoria a elecciones
Para lograr sus propósitos los norteamericanos tenían que hilar muy fino. Primero debían crear un gobierno local, pero con las facultades mermadas, de manera que fuera posible la absorción cuando llegara su momento. Para conseguir el objetivo inicial ordenaron la celebración de unas elecciones municipales seguidas de otra consulta popular encaminada a escoger a un grupo de cubanos que debería redactar una constitución que serviría de base al Estado que pronto cobraría forma. Para obtener el segundo objetivo, le colocarían ciertos límites al ejercicio soberano de ese Estado: la posteriormente famosa «Enmienda Platt», obligatoriamente colocada como apéndice a la constitución como condición sine qua non para poner fin a la ocupación norteamericana. O los cubanos la aceptaban o los norteamericanos no se iban. A regañadientes, entre los constituyentistas cubanos prevaleció el espíritu de los posibilistas y la enmienda fue admitida.
Es verdad que existía en Washington un legítimo temor a que los cubanos no fueran capaces de administrar el país correctamente -lo que colocaba a los norteamericanos en una situación difícil dados los acuerdos del Tratado de París que garantizaba la vida y la hacienda de los españoles-, y no era incierto que se temía al apetito imperial de poderes europeos como el alemán y el británico, entonces embarcados en una política exterior muy agresiva cuyos colmillos ya se veían en el Caribe, pero el propósito de fondo, nunca confesado abiertamente, era otro: crear en la Isla, de hecho, una especie de protectorado que pudiera evolucionar sin traumas hacia el ámbito soberano de Estados Unidos. En una correspondencia confidencial del general Leonardo Wood, jefe militar norteamericano en Cuba, a Theodore Roosevelt, entonces vicepresidente americano, estas intenciones se manifiestan con absoluta claridad: «Lo principal ahora es establecer el Gobierno cubano. Nadie lo ansía más que yo, siempre que lo sea de modo que resulte duradero y seguro hasta el momento en que el pueblo de Cuba desee establecer relaciones más íntimas con los Estados Unidos».
Más claro, ni el agua, pero el tiro salió por la culata. Paradójicamente, estas dos directrices del gobierno militar -la convocatoria a elecciones municipales y a una asamblea constituyente- pusieron en marcha una dinámica política que haría imparable el advenimiento de la República y consolidaría la tendencia independentista de forma inequívoca. En efecto, el proceso electoral para escoger alcaldes y autoridades locales (16 de junio de 1900), seguido de la disposición militar que ordenaba unos comicios para seleccionar a los miembros a la Convención Constituyente (15 de septiembre del mismo año), tuvieron como resultado la inmediata vertebración de los primeros partidos políticos cubanos y la legitimación de una clase dirigente que, casi toda salida de la guerra de independencia, pero con espacios generosos conquistados por los autonomistas, contaba ahora con la autoridad que otorgaba la democracia. La Enmienda Platt, por su parte, sirvió para galvanizar la corriente nacionalista y para darles nuevos bríos a los decaídos ímpetus independentistas. Por primera vez cientos de cubanos se lanzaron a las calles gritando una consigna impensable pocos meses antes: «¡No a las carboneras!». Se referían a las bases de aprovisionamiento de carbón que los norteamericanos exigían crear en suelo cubano.
Partidos políticos y tendencias
Dos fueron los candidatos que, inicialmente, pensaron optar por la primera magistratura. Uno, tal vez el más predecible, era el general Bartolomé Masó, último presidente de la república en armas, combatiente desde 1868, y el otro, Tomás Estrada Palma, maestro en Estados Unidos, cuáquero, también ex presidente de Cuba en la manigua, pero durante la Guerra de los Diez Años, y presidente del Partido Revolucionario Cubano por recomendación de José Martí, quien lo tenía en alta estima.
¿Qué separaba a ambos hombres en el terreno ideológico? Probablemente la actitud ante la Enmienda Platt. A Masó, como a muchos cubanos, le parecía una intolerable mutilación de los atributos soberanos de la naciente república. Estrada Palma, en cambio, la percibía como un inconveniente poco sustantivo. Al fin y al cabo, las limitaciones impuestas al país podían ser humillantes en un plano subjetivo, pero en modo alguno lo perjudicaban, salvo que Estados Unidos se viera envuelto en una guerra internacional y ello arrastrara a los cubanos al conflicto. Por otra parte, mientras Masó parecía confiar en la capacidad de los cubanos para el autogobierno, Estrada siempre tuvo serias sospechas, como se vería varios años más tarde, en 1906, cuando Don Tomás, ya presidente, le pediría a Roosevelt una nueva intervención norteamericana encaminada a sofocar una rebelión que tomaba las características de una verdadera guerra civil.
La gran ironía
Los primeros partidos políticos tomaron el nombre de «Nacional» y «Republicano», pero casi inmediatamente se fragmentaron en agrupaciones regionales dirigidas por caudillos locales, alguno de ellos, como era el caso de José Miguel Gómez, líder en Las Villas, santificado tanto por su historial militar como por la predilección norteamericana que lo había puesto al frente de esa provincia durante la ocupación militar. Curiosamente, tanto Masó como Estrada tuvieron el apoyo de grupos separatistas y autonomistas, aunque el primer partido clasista que conoció la nación, el pequeño pero activo Partido Popular Obrero de Diego Vicente Tejera, respaldó resueltamente la candidatura de Masó. De una manera todavía muy vaga e imprecisa, el voto sociológico de lo que hoy llamaríamos «derecha» prefirió a Estrada y el de la «izquierda» a Masó.
Cuando la candidatura de Estrada comenzó a despegar, especialmente tras el apoyo militante de Máximo Gómez, que salió a hacer campaña por «Tomasito» a lo largo de toda la Isla, y ante la creación de una Junta Electoral en la que sus hombres no participaban, Masó, después de acusar a los Estados Unidos de parcialidad y de preferir a Estrada -en lo que seguramente no le faltaba razón-, decidió retirarse del proceso y dejar a su contendiente como candidato único, pese a que éste ni siquiera se había molestado en viajar a la Isla todavía.
Finalmente, el 31 de diciembre de 1901, los cubanos concurrieron a las urnas para elegir a sus gobernantes. El país tenía un millón y medio de habitantes, de los cuales sólo un tercio -entonces las mujeres no sufragaban- podía ejercer ese derecho. Estrada Palma ganó holgadamente, pero más de cincuenta mil cubanos votaron en su contra y más de cien mil se abstuvieron de acudir a las urnas. Una cosa, sin embargo, sí estaba clara y no deja de constituir una tremenda ironía: tras el proceso de institucionalización impulsado por la intervención norteamericana, la anexión había dejado de ser una opción posible. La nación cubana ya tenía todos los elementos que le permitían convertirse en un estado independiente: la voluntad mayoritaria de la población, la cultura compartida, la historia común, los mitos, los héroes, los símbolos. Sólo faltaba la aparición de los líderes y el establecimiento de los cauces para transmitir la autoridad. Todo eso brotó casi por carambola en el angustioso año de 1901. Varios meses más tarde se inauguraría la república.
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