Memoria histórica de un país que muere
Cuba hundiéndose en el mar, producto de políticas comunistas, implantadas por el castrismo.
Es preciso escribir ahora, antes que también nos borren la...
Por quién votar
Desde hace casi dos siglos, cuando Abraham Lincoln derrotó a Stephen Douglas en él preludio de la Guerra de Secesión, una elección presidencial no enfrentaba las aspiraciones de...
Los Latinos Preguntan: Donald Trump Responde
En un evento histórico, votantes latinos de diferentes partes del país tuvieron la oportunidad de preguntar directamente al expresidente Donald Trump...
La Revolución Cubana murió podrida
…. La obra de la Revolución, destrucción, basura, inercia, incapacidad, impunidad, robo...mentiras, prensa esclava, abusos de poder, malversación, intrigas,...
La presencia de España en el nuevo mundo, una obra civilizadora
Por: Alberto Roteta Dorado y Manuel Alejandro Saeta Quintana
Santa Cruz de Tenerife. España. El 1492 marca un antes y un...
La historia absuelve al primer presidente de Cuba
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Por Roland Armando Alum*
HAVANA TIMES – Este 10 de octubre de 2024, los cubanos de todas partes conmemoran el 156º aniversario...
Ponencia del Dr. Rafael Marrero en el Simposio Elementos de la república constitucional americana
Título: “La libertad económica en el modelo de autogobierno de la república constitucional...
La Iglesia ante el reto castro-comunista
Nota: Artículo basado en la conferencia que pronuncié en Nueva York, en julio del año 2000 bajo el título “Reflexiones sobre la Iglesia en Cuba”, a...
Armando de Armas ¡Siempre te recordaremos!
Armando de Armas: Una voz cubana
Armando de Armas siempre será recordado. Seguirá presente en nuestras páginas de Patria de Martí, donde su gran talento...
Hay una perturbadora escena surrealista en el documental Oscar’s Cuba cuando los que apoyan al gobierno cubano gritan “Abajo los derechos humanos” para intimidar a quienes defienden al líder opositor Dr. Oscar Elías Biscet. Mucho más expresivamente la turba vocifera: “Nos cag... en los derechos humanos”.
¿Cómo pueden personas y gobiernos sostener tal condenable visión de los derechos humanos? Como americanos, exigimos nuestros derechos; admiramos las luchas de los pueblos reclamando sus derechos; veneramos los inalienables derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad proclamados en nuestra Declaración de Independencia. Sin embargo, los colectivistas ven esto de manera diferente; entonces, ¿cuál es el origen de los derechos humanos?
La cuestión de si los derechos son creación de sociedades particulares, o independientes de ellas, es fundamental para nuestra posición sobre reglas de conducta moral y organización política. ¿Son los derechos humanos creados por los hombres, como una visión particular de la sociedad, como aseguran los marxistas? ¿O son un evidente legado de nuestro Creador, como afirmaba Jefferson?
Hay tres posiciones epistemológicas principales sobre el origen de los derechos humanos: (1) Son leyes morales y vienen de Dios. (2) Son leyes políticas creadas por los gobiernos. (3) Son leyes morales inherentes a la naturaleza humana.
Si los derechos humanos fueran simplemente una invención –una creación del intelecto humano– sería muy difícil argüir que son universales y que cada gobierno está obligado a respetarlos aunque no esté de acuerdo. En consecuencia, Karl Marx denunciaba los derechos como una creación de la sociedad burguesa. Además, si los derechos fueran solamente un capricho del gobierno podrían ser revocados cuando el gobierno lo deseara: serían autorizaciones, no derechos.
Por otra parte, si los derechos emanan de Dios y existen antes de cualquier ley hecha por el hombre, no pueden ser concedidos o revocados por decreto del gobierno. Lamentablemente, ningún origen divino de los derechos humanos puede ser juiciosamente planteado, puesto que no hay evidencia de tal divinidad, y mucho menos de la existencia de derechos claramente demostrables que emanan de Dios.
Un problema adicional es que no hay un solo Dios universalmente reconocido, y por lo tanto nos corresponde a nosotros decidir si el que debe prevalecer es el código moral de Jehová, Alá o Brahma. Vincular los derechos a una divinidad es admitir que no existe evidencia que apoye la existencia de derechos humanos universales.
Muy al tanto de esos aspectos, los pensadores de la Ilustración y los Padres Fundadores buscaron vincular los derechos humanos a la naturaleza como un tema de la ley natural. Pero al intentar extrapolar los derechos desde la naturaleza, los pensadores liberales saturaron sus argumentos con referencia a lo que Dios había ordenado o concedido. John Locke propuso su “ley natural” ligada al “hombre resultado de un omnipotente e infinitamente sabio creador”. Y Jefferson destacó que la ley moral de la naturaleza es “la ley moral a la que el hombre ha sido sometido por su Creador”.
Esa exposición clásica de la ley natural mantiene el interrogante filosófico de que si los derechos naturales provienen de Dios, la prueba de su existencia depende de la prueba de la existencia de Dios. Estos enfoques han llevado a algunos filósofos a ridiculizar la creencia en los derechos humanos como “creer en brujas y unicornios” (Alasdair MacIntyre) o “tonterías montadas en pilotes” (Jeremy Bentham). Para abordar esto los pensadores modernos han desarrollado diversas teorías de derecho natural más seculares, que no se originan en una divinidad.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas establece que los derechos humanos surgen de “la dignidad inherente al ser humano”. Esto también puede ser un concepto problemático porque no puede alcanzarse un acuerdo universal sobre cómo se define una vida digna. Algunos plantean que una casa en la playa es una necesidad absoluta para una vida digna de un ser humano, mientras otros requieren múltiples cónyuges. ¿Quién lo definirá?
Los regímenes totalitarios se aprovechan de estos dilemas filosóficos para subordinar al individuo al Estado. Como los gobiernos mantienen un monopolio legal del uso de la fuerza física, necesitamos derechos individuales para protegernos de la servidumbre obligada hacia otros, que exige el colectivismo.
Nuestro mejor argumento intelectual es que cada individuo es moralmente un fin en sí mismo y no un medio para los fines de otros. Eso significa que los derechos individuales son nuestra defensa contra el colectivismo. De acuerdo a nuestras creencias personales los derechos individuales pueden ser vistos como otorgados por Dios, o intrínsecos. Los derechos humanos pueden ser simplemente una aspiración o un artilugio, pero en un contexto social es lo que necesitamos para vivir en libertad.
Hubo un legendario sketch de TV, que nació en la década del 60 y luego atravesó diversas mutaciones, hasta cristalizar en La Peluquería de Don Mateo, reflejando el ambiente de una peluquería de caballeros, tan común en Buenos Aires hasta 1960. La escenografía fue también muy corriente en otras ciudades del mundo, como puede atestiguar cualquiera que haya visto Gran Torino, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, donde cliente y peluquero mantienen un diálogo viril sin desperdicios.
Bien: en la serie de peluquerías concebidas por el talentoso Gerardo Sofovich -uno de los personajes de la cultura popular de Buenos Aires, mezquinamente ignorado por la crítica intelectual- el peluquero ocupaba el centro de la escena, en la figura de Fidel Pintos, Jorge Porcel y otros cómicos. El resto era un desfile de caricaturas interpretadas por grandes artistas del nivel de Alberto Olmedo, Adolfo García Grau, Juan Carlos Altavista, Emilio Disi, Luisa Albinoni, Noemí Alan y otros.
El personaje de Alberto Olmedo entraba al set con una manguera ignífuga y, en su rol de bombero descontrolado, fumigaba a todos los presentes, declarándolos "detenidos por estacionar vagones". El peluquero, azorado, le señalaba que allí no había ningún vagón de tren sino varios señores con sobrepeso, como ser Javier Portales, Jorge Porcel y algún otro. Intrigado, Olmedo interrogaba: ¿No son vagones? ¿Son personas comunes, como cualquiera? ¿Seres humanos?
Un bombardeo en Siria no nos resulta asunto lejano como podría ser una guerra en Júpiter
En fin. Hoy día, en la era de los "derechos humanos", cabe preguntarse si en esta peluquería donde nos afeitamos...somos todos seres humanos. ¿Y si no, qué somos?
Se discute en este momento (agosto, 2013) si es justo que el gobierno de los Estados Unidos, apoyado por el de Francia pero momentáneamente repudiado por el de Gran Bretaña, bombardee punitivamente al gobierno de Damasco, encabezado por el Sr. Asad, al que se acusa de haber gaseado a una cantidad de ciudadanos sirios. Es decir, su propio pueblo. Los muertos podrían ser 100 mil.
¿Cuál será el resultado, cuando se haya publicado esta columna? ¿Otros 100 mil muertos entre los ciudadanos sirios? ¿Tal vez más, o menos? El tema nos roza de cerca, no sólo porque hay miles de sirios y libaneses en nuestro país, donde apellidos como Asad son muy comunes, al mismo tiempo que Salem, Salim, Abud, Farah, Jatib y otros mil. O sea: los sirios son nuestros paisanos de toda la vida, y un bombardeo en Siria no nos resulta asunto lejano como podría ser una guerra en Júpiter.
En fin, la pregunta vale para los jerarcas de Damasco, los de Moscú, los de Washington, los de París y los de Londres.
¿Son seres humanos?
Procuraremos responder, dentro de nuestros modestos alcances. El conquistador español Francisco Pizarro, capturó al inca Atahualpa y reclamó, para liberarlo con vida, un rescate que consistía en una habitación llena de joyas de oro macizo, hasta donde alcanzaba el brazo alzado de un hombre. Obtuvo el botín, pero de todos modos inmoló a Atahualpa. Cuyo nombre puede transliterarse como Ataválipa y de allí Ataliva, como don Ataliva Roca, hermano del General tucumano.
No alcanzan las páginas para enumerar las enormidades y masacres cometidas por Hernán Cortés, por el Restaurador don Juan Manuel de Rosas, por el civilizado Sarmiento, por los americanos en Hiroshima y Nagasaki, por los ingleses en la India de Gandhi, por los rebeldes Mau-Mau en Kenya, por los soviéticos en Afganistán, por los turcos de Kemal Attatturk contra los armenios...
¿Seres humanos?
La verdad es que hay un mundo mejor, aunque es más caro
Sí, seres humanos. Porque la humanidad ha vivido en guerra desde que nació, y los próceres también podrían considerarse asesinos seriales, incluyendo a Oliver Cromwell, Stalin, Ernesto Guevara, Fidel Castro, Buffalo Bill Coddick, Winston Churchill, Napoleón Bonaparte, los propios San Martín, Belgrano y Moreno, y así ad infinitum. Puede decirse que cada país tiene su territorio porque se lo ha arrebatado a otra gente, mediante la conquista, la invasión, la guerra o la amenaza. Los pueblos más débiles están arrinconados en las tierras más inhóspitas: así se ha manejado, hasta la fecha, el planeta Tierra.
Hoy está de moda, en la progresía mundial, deplorar los crímenes de unos déspotas -digamos- de derecha. Pero se comprende, siempre, que las atrocidades perpetradas por Ernesto Guevara, "Tiro Fijo" Marulanda y otros idealistas de izquierda habrían sido sólo excesos (tal vez, sólo tal vez) en la custodia de los intereses del pueblo. Sólo por eso se fabrican, importan, arman y desarman bombas y ametralladoras. Antes y ahora: siempre. En defensa del pueblo y de los ideales más puros. ¿Que los idealistas de Cuba llevan 55 años en el ejercicio del poder, hasta el punto de convertirse en gerontócratas de una tiranía incomparable? Bueno, tal vez, pero a Cuba le va muy bien en las Olimpíadas...¡Y tiene muy buenos médicos!
La verdad es que hay un mundo mejor, aunque es más caro. Está ubicado, sobre todo, en Europa y América del Norte, se rige por las leyes del mercado capitalista, la libertad en concierto con la ley y el orden. Todos sabemos de qué se trata: es el Primer Mundo. Suiza, Francia, Canadá, Bélgica, Suecia, Alemania, Singapur, Hong-Kong y, naturalmente USA y el Reino Unido. Todos quieren ingresar a ese mundo. En cambio, nadie quiere radicarse en Corea del Norte, Irán, Cuba o Venezuela. Hay países de los cuales la gente huye para desembarcar en otros países, arriesgando incluso la vida.
Hay países de los cuales la gente huye para desembarcar en otros países, arriesgando incluso la vida
Entre las mil noticias encontramos una que puede ilustrarnos sobre esta realidad. Doce artistas fueron fusilados en Pyongyang (Corea del Norte).
Entre los fusilados estaba la señorita Hyong Song-Wol, cuyo delito consistió en grabar y vender videos porno. Los otros ajusticiados eran sus cómplices. La ejecución se realizó en público, frente a parientes y amigos de los artistas. Los acusados habían sido requisados durante el proceso, hallándose no sólo videos sino también biblias (¿) por lo cual se los declaró disidentes. La señorita Hyong había sido pareja del actual presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un, hace unos diez años, y luego integrante del grupo artístico Unhasu, junto a otros músicos y bailarines de la Wanglaesan Light Music Band.
¿Seres humanos? ¿Son seres humanos los que hacen todo esto?
Bueno, en principio, sí. El lector sabrá discernir dónde se respetan los derechos civiles, dónde impera la libertad, dónde se acata el espíritu de la ley, dónde se respeta el principio de los poderes republicanos divididos (judicial, legislativo, ejecutivo) de modo que el ciudadano resulte razonablemente protegido y dueño del poder. Es cuestión de leer bien los diarios.
La izquierda latinoamericana y los cuchillos largos de Fidel Castro
No fue en asalto al cielo ni a la libertad en lo que culminó la lucha del pueblo cubano, liderada por Fidel Castro, contra el general Fulgencio Batista.
Sobre las cenizas ardientes de la guerra solo asistimos al traspaso de poderes de la típica dictadura de corte tropical a la aún más feroz dictadura comunista; y para colmo, rusa, eslava, y extranjerizante.
Irónicamente, la extrema izquierda de América Latina, caracterizada por la crítica sempiterna al distanciamiento de nuestra autoctonía -expresado mediante el calco de los modelos estadounidenses y europeizantes-, desde 1959 ha celebrado, con fanfarria y regocijo infinito, la dictadura de Fidel Castro, cuya concreción histórica esencial consistió en la supeditación servil a la bota rusa.
En los albores del siglo XXI resulta insultante que la izquierda latinoamericana insista en perpetuar la apostasía cometida por Fidel Castro y ofrezca a los países latinoamericanos la añeja receta del siglo XIX copiada de Marx, Lenin y Stalin.
Si bien es cierto que el fin del milenio pasado no implica, necesariamente, el fin de la historia, y que América Latina, metafóricamente hablando, se encuentra en una encrucijada, el seguir la senda que apunta el índice de la izquierda - conducente a las extemporáneas y fracasadas revoluciones socialistas de Rusia y Cuba- solo agravaría y multiplicaría los acuciantes problemas del área.
Rusia y Cuba han sido meras tierras de promisión para las encandiladas y febriles mentes de socialistas y comunistas. Obviamente, el pueblo cubano y los demás pueblos latinoamericanos, aherrojados brutalmente por aquellos que se autoproclaman sus liberadores, están hartos de los deslumbramientos, alucinaciones y embelesos de los falsos profetas socialistas y la miríada de sus falsas promesas, llámense Raul Castro, Nicolás Maduro, Evo Morales, Daniel Ortega o Rafael Correa.
No necesitan ni merecen nuestros pueblos esa triada fatídica, agobiante y opresora integrada por los hermanos Castro, la izquierda de América Latina y el espectro de los bolcheviques rusos.
Por las reconditeces de América Latina, desde el río Bravo hasta el Cabo de los Hornos, desde los cálidos bosques húmedos hasta las frías regiones limítrofes con los polos, expresándose en trescientas lenguas, quinientos millones de latinoamericanos, transitan con sus penurias, congojas, alegrías, realizaciones y esperanzas, trémulos por el fardo de la fatídica premonición que los acecha, la expansión comunista en toda Latinoamérica y se conculquen, consiguientemente, sus libertades.
No necesita nuestra gente nutrirse de la papilla ideológica engañosa y opresiva de los bolcheviques rusos y sus amañados corifeos locales. La nuestra es una raza rebelde, vibrante e infinita en orgullo, renuente a subordinarse a grupos y doctrinas foráneas. Son los descendientes de europeos, de chibchas y mayas, de los negros africanos y mulatos, los mestizos, los amerindios, los mapuches, los quechuas, los híbridos de una estirpe humana marcados por la geografía, la historia, la política y la cultura, que les confiere una identidad legitima y el derecho a realizarse en la historia con el mayor respeto a sus orígenes, y afirmándose en sus propios valores.
Sería un crimen de lesa libertad el imponerle a los pueblos de América Latina el destino cruel impuesto por la dictadura castrista al valeroso pueblo cubano. Cuba aún padece la gélida noche de los cuchillos largos, desencadenada implacablemente por Fidel Castro desde 1959.
Contrariamente a lo que deliran los izquierdistas, los cubanos no celebran la Revolución de Fidel Castro esparciendo al aire toneladas de serpentinas y confetis sino con la estampida rauda hacia Mami, cuando pueden o lo permite el capricho maquiavélico de los detentadores del poder.
Parias en su propia tierra, los cubanos celebraron jubilosamente el advenimiento de Fidel Castro al poder. Confiaron en que la Revolución era el augurio de una nueva época que los pondría en la ruta de su verdadero destino. Pronto se hizo evidente que la tan cacareada revolución socialista era la antítesis de la libertad. La historia de la Revolución se convirtió en sinónimo de represión, encarcelamientos y asesinatos. La condición de los cubanos degradó a un estado de marginación, privación de función social, carencia de sentido y alienación de la condición humana. La fantasiosa promesa comunista de emancipación e igualdad social devino plétora de negaciones de las oportunidades mínimas de vida, ruptura violenta de las tradiciones democráticas nacionalistas y liberadoras, y destrucción de los valores morales, cívicos, familiares, religiosos y socioculturales.
Los cubanos dejaron de ser partícipes y protagonistas de su propia historia. Sus vidas fueron consideradas un material meta histórico. Fueron relegados a un segundo plano por la entelequia de Partido Comunista, "rector y guía de la sociedad". Ernesto Che Guevara, una de las figuras prominentes del movimiento comunista cubano, latinoamericano y mundial, proclamó a bombo y platillo la consigna de la creación del Hombre Nuevo, lo que en rigor implicó una condena axiológica implacable sobre la ineptitud y mediocridad del pueblo cubano, considerándolo muy por debajo de los "sublimes, enaltecidos y enaltecedores valores" que supuestamente caracterizan al genuino revolucionario comunista, y de ahí la necesidad apremiante de crear un hombre nuevo, a la altura de las exigencias de los estándares comunistas.
Durante más de medio siglo, los cubanos han sido relegados por la yuxtaposición teórica entre "las masas", "el proletariado", por un lado, y la minoría selecta y "de vanguardia" de los dirigentes del Partido Comunista, por el otro. El pueblo no cuenta, lo que importa es el Partido.
La cándida esperanza de un tiempo mejor que hipotéticamente se inauguraría con el triunfo de Fidel Castro pronto se transformó en una experiencia opresiva, angustiosa, paralizante y demoledora.
Al igual que ocurre actualmente en Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador, los cubanos que apoyaron el ideal socialista se convirtieron en cómplices de una estafa fraguada en contra de ellos mismos.
Paradójicamente, y a pesar de los cantos de sirena de los comunistas, el axioma leninista de que la práctica es el criterio de la verdad, a la postre se encarga de desenmascararlos. El dogma de la fe comunista en la construcción de una sociedad superior a la capitalista-basado en las elucubraciones de Carlos Marx en torno a un principio rector inteligible de la progresión en espiral, ascendente y progresiva de la Historia, que culminaría en el comunismo, y en el que se materializarían las mejoras y beneficios superiores para la sociedad, y en particular para los segmentos marginados de la población, el descalabro de las revoluciones comunistas, en todos los periodos y en todas partes, demuestra fehacientemente que en lugar de la cristalización de un sueño ancestral, los pueblos bajo la férula de las dictaduras comunistas en realidad experimentan la zozobra de una cruel pesadilla donde exclusivamente proliferan los abusos, las persecuciones y la violación de todos los derechos del Hombre.
Los pueblos de América Latina deben estar alertas ante las maniobras de la izquierda de Latinoamérica, en particular ante la incitación y exhortación a abrazar el mito de la Revolución cubana y hacerlo propio, lo cual la convierte en cómplice de la confabulación, de la operación de control comunista continental urdida en La Habana.
Latinoamérica debe ser fiel a sus raíces, idiosincrasia y valores, y no traicionarse a sí misma convirtiéndose en una aldea obsecuente, obediente, rendida y sumisa que danza al compás del ritmo comunista orquestado en La Habana.
El fracaso de la democracia liberal y la única alternativa: Una república constitucional.
De acuerdo con ciertos textos de la antigüedad, una vez, después de ser nombrado magistrado jefe del gobierno de una gran provincia de China, alguien le preguntó a Confucio cual sería su primer decreto. Confucio contestó: crear un nuevo diccionario. ¿Por qué, Maestro? preguntó uno de sus asombrados discípulos. Porque necesitamos definir los términos más precisamente y si no sabemos exactamente el significado de las palabras, no podemos ni siquiera comunicarnos de una manera efectiva, contestó el filósofo chino. Así tenemos que comenzar este ensayo. Pero antes de definir lo que es una democracia liberal, es necesario definir sus dos componentes, lo que es democracia y liberalismo.
Como famosamente dijo el Juez Potter Stewart de la Corte Suprema de Estados Unidos cuando trató de definir lo que es obsceno en un caso en 1964, “no lo se definir, pero si lo veo, se lo que es obsceno”. Así mismo casi todos a los que se les pregunta que es democracia creen saberlo. Pero no es tan fácil. La primera y obvia definición es la de los griegos clásicos, más específicamente los habitantes de la ciudad-estado Atenas, en la Grecia Antigua de 500 años AC . Para los atenienses que practicaban ese sistema de gobierno que ellos inventaron, la democracia era la mayoría de todos los votantes elegibles (en aquellos tiempos, quizás un 10% de la población de Atenas; no votaban ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros, ni los menores de 20 años) más uno. La minoría—el 49% o menos—no tenía sus derechos protegidos, excepto los que les reconocía la mayoría que gobernaba. Con los años—y la práctica—esa definición se ha ampliado y modificado de muchas formas.
Con el crecimiento de las poblaciones, la democracia directa dejó de existir por necesidad, para convertirse en democracia representativa. También, hoy en día en una democracia se le reconocen los derechos a las minorías de alguna manera (casi siempre bajo una constitución) y el gobierno está basado enel sufragio universal detodos los votantes (con la única limitación la de una edad mínima).Curiosamente, sin embargo, más de 2,000 años después de Atenas, hubo aquí, en las colonias inglesas de lo que hoy es conocido como Nueva Inglaterra, algo muy parecido a la democracia directa. En algunos pueblos se reunían la mayor parte de sus habitantes y todos los hombres blancos libres (había esclavos blancos entonces) dueños de sus propias tierras podían votar sobre cualquier asunto relacionado con el gobierno del pueblo. Estos todavía son conocidos como townhall meetings (reuniones en casas de gobierno o ayuntamientos). Pero el significado básico de una democracia sigue siendo el gobierno de la mayoría, lo cual, en la práctica, ha desacreditado a la democracia como un buen sistema de gobierno. Esto es porque los votos de las mayorías se pueden manipular por políticos demagogos de tal forma que una vez electo un gobierno por esas mayorías, puede permanecer en el poder ilimitadamente simplemente cambiando las reglas que rigen las elecciones o hasta las constituciones. Esto es lo que ha sucedido en los últimos veinte años en algunos países hispanoamericanos, como Nicaragua, Venezuela, Ecuador y Bolivia, al igual que en Ucrania y Rusia. También hay el problema de quien vota. Por ejemplo, con la insistencia en una votación universal solamente limitada por la edad, no se considera la capacidad mental o educacional de los votantes, ni su nivel de información. Además, por la misma insistencia en contar todos los votos, no se pesan las diferencias. ¿Debe contar igual el voto de un demente, de un retrasado mental o de un analfabeto como el voto de un graduado universitario o tan siquiera de una persona informada? Estas preguntas, por no mencionar la propensión a la corrupción del voto popular, son generalmente ignoradas en el afán de que todos voten por igual, de implantar la igualdad en el voto. Quizás algunas limitaciones del derecho a votar, como existió por mucho tiempo en Gran Bretaña y aquí en Estados Unidos sería beneficiosa, pero los defensores del concepto de la democracia no están dispuestos a considerar esas medidas puesto que según ellos, eso sería injusto. Mejor que voten los incapaces y los corruptos a limitar de alguna manera el voto electoral para producir mejores resultados.
El liberalismo clásico es más fácil de describir. Es una serie de ideas que se fueron desarrollando poco a poco desde el Siglo 17 principalmente en Inglaterra. Como filosofía, el liberalismo clásico está basado en un gobierno limitado, casi siempre por una constitución escrita, un estado de derecho bajo el reglamento de la ley, el debido proceso de la ley, la protección de las libertades individuales, y un sistema de comercio basado en el mercado libre. Pero la realidad es que esos grandes principios, los cuales tienen un linaje generalmente reconocido como empezando con John Locke en la Inglaterra antes de la Revolución Gloriosa (1688), prosiguiendo con los filósofos políticos escoceses del Siglo 18 (predominantemente Adam Smith y David Hume), los de la Ilustración francesa como Montesquieu, Condorcet y Voltaire, los fisiócratas franceses como Say y Turgot, los fundadores americanos como Jefferson, Madison, Mason y Hamilton, y finalmente, en el Siglo 19, los británicos Malthus, Ricardo y Mill, ya han desaparecido del mundo y hoy en día no se practican en ningún lugar, ni siquiera en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde entre mediados del Siglo 19 hasta la Primera Guerra Mundial, fueron prevalentes.
En los dos países, el liberalismo clásico reinó con pocas diferencias entre los partidos que se disputaban las elecciones, siendo las diferencias de grado y no substanciales. Por ejemplo, en Gran Bretaña, el Partido Liberal generalmente apoyaba el comercio libre, mientras que el Conservador prefería políticas proteccionistas que beneficiaban a las grandes empresas industriales. En Estados Unidos, el Partido Demócrata así mismo estaba a favor de aranceles más bajos y el Republicano favorecía tarifas proteccionistas. Pero en ambos países, todos los partidos generalmente favorecían los principios enumerados arriba con la excepción de mayor o menor libre comercio. Extrañamente, en Gran Bretaña, los Conservadores favorecieron la expansión del voto electoral para admitir a las clases trabajadoras. No en Estados Unidos, donde el Partido Demócrata desde su inicio dependió en gran parte del control del voto de los grupos inmigrantes, como los irlandeses, los italianos y los judíos. Las grandes maquinarias políticas de New York, Chicago y Boston así se mantuvieron en el poder por décadas. El surgimiento del Partido Laboral en Gran Bretaña y del movimiento progresista en Estados Unidos gradualmente cambió la aceptación de los principios del liberalismo clásico. Cuando los conceptos de “justicia social”, del “bien común”, de la igualdad, de terminar con la pobreza, de limitar las ganancias a las grandes compañías, de regular la economía, y finalmente, de intervenir militarmente en guerras extranjeras (en el caso de Gran Bretaña, de extender sus posesiones imperiales, sobre todo en África), se impusieron, el liberalismo clásico gradualmente desapareció.
Con las dos guerras mundiales, el triunfo temporal de regimenes socialistas—los que terminaron casi siempre en totalitarismos—y estatistas prevaleció en buena parte del mundo. Lo que no conquistó el socialismo, lo suplió el economista británico John Maynard Keynes, la figura más influyente en el mundo económico desde la Primera Guerra. Sus teorías estatistas le dieron un papel prominente al gobierno para intervenir en las economías de casi todos los países no comunistas y fueron especialmente adoptadas por la administración de Franklin Roosevelt durante la Gran Depresión de los 1930s. Después de la Segunda Guerra, hubo un renacimiento del liberalismo clásico con los economistas de la “Escuela de Austria”, prominentemente Ludwig Von Mises y Friedrich Von Hayek, y para fines de los años 1950s, con Milton Friedman de la Universidad de Chicago y sus discípulos.
En Estados Unidos ocurrió algo más importante. Un nuevo movimiento político nació en 1960, impulsado por el escritor William Buckley y su revista National Review. El movimiento conservador moderno en Estados Unidos rescató los principios básicos del liberalismo clásico menos los lastres de justicia social y el bien común, pero con un alto contenido de anticomunismo. Ese movimiento eventualmente cambió radicalmente el panorama político americano y en 1980, con la elección del presidente Ronald Reagan, pareció brevemente que el liberalismo clásico había resucitado. Con la caída del comunismo internacional, se pensó por un tiempo que las democracias liberales descritas por Francis Fukuyama (ver adelante) dominarían. Todavía muchos lo creen. Pero en estos momentos del Siglo 21 no ha sido solamente el socialismo que ha fracasado, sino también esas democracias liberales con sus incontrolables estados de bienestar social. ¿Qué queda? La única alternativa: las repúblicas constitucionales.
Ahora podemos pasar a describir que es la democracia liberal, sabiendo que en verdad no es ni democracia ni liberalismo como hemos descrito antes. El término se comenzó a usar durante la Segunda Guerra Mundial para diferenciar a los Aliados Estados Unidos y Gran Bretaña (pero desgraciadamente incluyendo a Rusia comunista, la cual obviamente nunca fue ni democracia ni liberal) de los Países del Eje, los Fascismos militaristas Alemania, Italia y Japón. Al final de la Guerra, se mantuvo el término como casi un ideal al que todos los demás países del mundo podían y debían llegar. De hecho esa fue la razón de ser de las Naciones Unidas, organización que desde su creación, incluyó a las dictaduras totalitarias comunistas, una contradicción y una perversión de un gran ideal utópico.
Pero ha sido desde la desaparición física de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y sus satélites en Europa Oriental entre 1989 y 1991, que la Democracia Liberal ha tomado su lugar de honor entre las naciones del mundo, las cuales ahora casi todas orgullosamente se proclaman como democracias liberales. Esto se puede identificar como el engendro del historiador americano Francis Fukuyama, quien escribió el libro “El Final de la Historia” en 1992, como una epopeya al triunfo de la democracia liberal sobre el totalitarismo comunista. Muchos pensaron que el pretencioso Fukuyama, quien se equivocó de entrada, puesto que lo que el denominó democracia liberal no fue ni efímeramente predominante en el mundo, estaba describiendo a la “democracia” americana, el sistema de gobierno de Estados Unidos. Era la conclusión lógica, ya que Estados Unidos había ganado la Guerra Fría, derrotando al Comunismo Internacional. Esto, claro, no fue tan simple, y nunca fue tampoco siquiera aceptado por la Izquierda Eterna. Pero es peor. Resulta que Fukuyama, años después de que su necia pretensión fuera desacreditada entre casi todos los pensadores serios, sobre todo en el ámbito académico donde él se desenvuelve, declaró en una entrevista con el periódico británico The Guardian (2006) que él nunca consideró el sistema de gobierno de Estados Unidos como su modelo de una democracia liberal. Al contrario, para él, la Unión Europea y su sistema de gobierno—es decir, la social democracia--reflejaba mejor su modelo de democracia liberal. Más aún aceptando esta diferenciación, la conclusión de Fukuyama de que ese sistema europeo, que no es otra cosa que un socialismo modificado, sea el que prevalezca al “final” de la historia no es válida. No obstante, admiradores y críticos de Fukuyama han continuado utilizando el término Democracia Liberal como su modelo preferido.
¿Por qué ha fracasado ese modelo? Por una razón muy sencilla. Las democracias sociales europeas, que repito, no son sino sistemas socialistas donde prevalece una economía mixta estatal/privada y donde mayormente se respeta la voluntad de los votantes (excepto en sus variantes hispanoamericanas), como buen socialismo, adoptó hace mucho tiempo el estado de bienestar social, con el alto gasto público y los impuestos prohibitivos necesarios para mantener esos beneficios sociales. Cada vez menos personas trabajaban menos horas, produciendo menos riquezas, y cada vez más personas recibían más beneficios sociales, mientras los impuestos subían para los inversionistas y creadores de trabajos. Mientras tanto, cada vez más parasíticos burócratas y empleados públicos eran agregados a las nóminas del gobierno y cada vez se creaban menos y peor pagados empleos privados. Sucedió lo que tenía que suceder por necesidad: esa manera de vivir sin producir solo se puede mantener buscando dinero prestado. Como dijo Margaret Thatcher famosamente, el problema con el socialismo es que eventualmente se acaba el dinero de otra gente para gastar.
Cuando al fin hubo que pagar las cuentas, no se pudo y casi todas las naciones europeas se acercaron cada vez más a la quiebra. Primero, Grecia, luego Islandia, seguida por Irlanda, Italia, Portugal, España—Gran Bretaña en recesión--y pronto Francia, con su flamante nuevo presidente socialista, quien prometió--y está cumpliendo--aumentar enormemente los impuestos a los “ricos” para seguir robando y malgastando los recursos del país y decretó imponer—de nuevo—una semana de trabajo de 35 horas. Pero el dinero de los “ricos” también se acaba. ¿Entonces que? Como en las inolvidables palabras del gran Milton Friedman “no hay almuerzo gratis”, tenemos los disturbios callejeros que hemos visto durante todo este último año, la desesperación de la gente por el desempleo y la inflación, la decepción de la población, sobre todo la juventud, con las promesas incumplidas por gobiernos que no tienen de donde sacar recursos porque sus economías simplemente no los producen. En resumen, un callejón sin salida y la gran posibilidad de que un enorme estallido popular similar al ocurrido en Francia en 1968 suceda otra vez con consecuencias gravísimas para toda Europa. Una nueva revolución social no es inconcebible en Europa.
¿Cómo rebasar esta crisis, o mejor dicho, esta serie de crisis que parecen interminables? Definitivamente no con las medidas que siguen aplicando. Es decir, todavía más préstamos a corto plazo de los bancos de la Unión Europea a los distintos países que se siguen tambaleando, en un afán imposible de salvar ese gran error que fue la introducción del Euro como moneda nacional de la Unión Europea, que no es, ni nunca será, una unión política. Sobre todo cuando la única economía que está manteniendo a la Unión Europea es la de Alemania. Pero ¿hasta donde y hasta cuando? ¿Qué se puede hacer entonces? En realidad, es muy simple: solo hay que aplicar la aritmética y el sentido común. En todo el mundo, cada familia tiene que vivir dentro de un presupuesto que se ajuste a sus entradas y gastos. Eso lo sabemos todos. A veces, con la ayuda de préstamos de familiares y amigos, o en las sociedades más modernas, con la ayuda de las tarjetas de crédito y préstamos bancarios, se puede vivir más allá de los medios por cierto tiempo. Pero llega el momento que no hay como conseguir más dinero prestado y entonces no queda otro remedio que controlar los gastos, sobre todo si es imposible aumentar las entradas. Bueno, eso es exactamente lo que hay que hacer en Europa y en cualquier otro lugar donde existan tales condiciones económicas. Primero, reconocer los errores y el fracaso total del modelo de las mal llamadas democracias liberales. Segundo, tratar de revertir ese fracasado modelo, recortando el gasto público, rebajando los impuestos, controlando la burocracia, relajando las regulaciones a la empresa privada. Finalmente, lo más importante: terminar con--o al menos controlar--elestado de bienestar social.
Solamente así se puede producir un aumento en la tasa de crecimiento en cada país, lo cual, por si mismo, resolvería eventualmente todos los problemas que azotan a Europa. Estados Unidos no está muy lejos de caer en las mismas situaciones si no se controla el desmesurado gasto público y se reduce la deuda nacional. Pero nada de esto se puede lograr a corto plazo; son todas soluciones a largo plazo y que requieren la voluntad política para imponerlas, la cual no existe. Solo queda que surjan políticos con la valentía y la honestidad de decirle la verdad a los votantes y convencerlos de que no hay otra manera de resolver problemas que tomaron años en producirse. Más entonces, otro problema casi insoluble se presentaría. Si esto sucediera, casi seguro que los votantes derrotarían aplastantemente a los que proponen las únicas soluciones posibles. Solamente un compromiso de todos los políticos de cada nación puede siquiera comenzar este largo proceso de recuperación. En verdad, eso no se vislumbra por ahora y cada vez más nos acercamos al abismo económico y social.
Pero SI existe una solución mejor—en verdad, la única. ¿Cuál es? Una república constitucional como la creada por la Constitución redactada en Filadelfia en 1787, con la que nació Estados Unidos de América (los Estados Unidos de América, en plural, una confederación de estados independientes, había sido creada en 1777 por el Segundo Congreso Continental también en Filadelfia). Pero esa república, aunque se creó en 1787 y se ratificó por 12 de los 13 estados en 1789 y así entró en vigor, no fue una creación mágica. No con esa creación se terminaron todos los males de la Confederación que ganó la independencia de Inglaterra en 1783, males que se asemejaban mucho a los que ahora azotan a la Unión Europea. Había inflación en todos los estados, insatisfacción y una gran ansiedad por la seguridad de los ciudadanos. La deuda pública era enorme. Desordenes, motines y turbas por todos lados. Una grave amenaza de que el gran experimento de la independencia terminara en una orgía anárquica.
La Constitución creó las bases de la nueva república, introduciendo un gobierno central, pero limitado, que compartía la soberanía con los estados (un concepto novedoso entonces). El respeto por esa creación de una república distinta y por su Constitución, fue cementado por la gran figura que fue el primer presidente de la república, el héroe de la Revolución Americana, el general George Washington. Todavía más adelante, las medidas tomadas por el primer Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, que consolidaron la deuda pública y establecieron el crédito nacional e impusieron el orden en la economía de la nueva nación, la siguieron consolidando. Finalmente, en las primeras tres décadas del nuevo Siglo 18, las decisiones del gran Juez John Marshall en la Corte Suprema afirmando el derecho de la Corte a la revisión judicial de las leyes, y más importante, la protección y santificación de los contratos, ayudaron a formar una gran república comercial única en la historia.
Muchos, sin embargo, critican la Constitución americana, a pesar de su éxito. Mantuvo la esclavitud y no mencionó los derechos de las mujeres. Es verdad, pero estas críticas son productos del “presentismo” (juzgar el pasado visto desde el presente) y no son válidas. En el Siglo 18, la esclavitud, aunque no nos guste, era aceptada en todo el mundo. No obstante, algunos en la Convención, notablemente Benjamin Franklin y Gouvernour Morris (quien terminó escribiendo la versión final y es responsable por la frase inicial “We, the People” --Nosotros, el Pueblo), norteños, pero más importante, James Mason de Virginia, quien poseía esclavos, condenaron la institución y trataron de excluirla. Varios otros delegados del norte apoyaron la prohibición de la esclavitud, pero los sureños amenazaron con abandonar la Convención. Fue imposible lograrlo y la insistencia de hacerlo hubiera evitado que la Constitución se redactara. Los derechos de las mujeres no se consideraron seriamente por casi dos siglos más, en ningún lugar del mundo, aunque Abigail Adams (esposa del segundo presidente John Adams y madre del sexto, John Quincy Adams), entre otras prominentes mujeres urgió a varios delegados que le reconocieran al menos algunos derechos a las mujeres. También fue imposible. Pero lo que resultó, fue revolucionario. Con el tiempo, se han aprobado enmiendas necesarias para adaptar la Constitución a los cambios en la sociedad americana, incluyendo, por supuesto, la que suprimió la esclavitud y la que otorgó el voto a las mujeres. Además, la Constitución, aún con sus imperfecciones, todavía perdura. (Debe mencionarse que Thomas Jefferson, 11 años antes cuando preparaba la Declaración de Independencia, de hecho incluyó en una de sus versiones, que ninguna persona que entrara en el nuevo país independiente que se creaba, sería sometida a la esclavitud bajo ningún pretexto. Las mujeres, según esta versión, tendrían derechos iguales a los hombres en asuntos de descendencia y de herencia. Ambas cláusulas fueron rechazadas).
Antes de la creación de Estados Unidos de América en 1787, habían existido otras repúblicas. La república romana duró más de cuatro siglos (la americana solo 236 hasta ahora) y fue exitosa, grande y populosa. ¿Cuál fue la gran diferencia de la república constitucional americana y todas las demás anteriores? Que en Estados Unidos de América la soberanía descansa en el pueblo. La república americana fue la primera en la historia que reconoció—en la Declaración de Independencia de 1776, documento eternamente hermanado y enlazado a la Constitución de 1787—que los derechos de los seres humanos provienen de la Naturaleza y del Dios de la Naturaleza y NO son otorgados por ningún gobierno ni por ningún rey o gobernante. Los derechos son derechos individuales (no como en las “democracias liberales”, derechos “humanos”) y son muy básicos: la vida, la libertad, la propiedad privada (este derecho fue omitido por Jefferson inexplicablemente, pero se encuentra en casi todas las demás Declaraciones estatales, la primera de las cuales fue la de Virginia, escrita por George Mason y el modelo que utilizó Jefferson para la de Estados Unidos) y la búsqueda de la felicidad, es decir, la libertad de hacer lo que cada uno desee mientras no se interfiera con el derecho de alguien más. Fue también la primera república en que su Constitución limitó absolutamente los poderes del gobierno creado por su pueblo.
Aquí el pueblo es soberano y se reconoce—en la Declaración de Independencia—que los gobiernos son formados por la voluntad y el consentimiento de los INDIVIDUOS para asegurar sus derechos. El pueblo tiene así mismo el derecho de rebelarse contra cualquier gobierno que sus ciudadanos consideren injusto, y cambiar ese gobierno por otro de acuerdo con su propia voluntad. El concepto total estaba basado en que los ciudadanos—y sobre todo los gobernantes—observaran y practicaran los principios de la virtud pública originados por los reformistas Whig ingleses, modificados por los fundadores en la Convención Constitucional en Filadelfia en 1787 y finalmente depurados por Madison, Hamilton y Jay en los ensayos llamados Federalist Papers. Nada como esto existió antes en la historia. Por eso, se le atribuye a Benjamin Franklin, cuando una señora le preguntó que clase de gobierno le habían dado los fundadores al pueblo con la Constitución, la siguiente respuesta: una república—si la pueden conservar.
Es de notarse que ni en la Declaración ni en la Constitución aparece la palabra democracia ni una sola vez. Por una buena razón: los fundadores de esta nación la detestaban y le temían a las destructivas consecuencias que las democracias anteriores—todas fracasadas—habían traído a sus pueblos. Por eso crearon una república constitucional, la cual ha sido conservada hasta ahora, pero no como la que se creó en 1787. Esa duró relativamente intacta hasta principios del Siglo 20. Con el movimiento progresista, comenzó la destrucción de la república constitucional de 1787. El crecimiento descomunal del gobierno federal, a lo que tanto temían algunos de los fundadores, ha traído todos estos cambios indeseables. La entrada de Estados Unidos en las dos Guerras Mundiales, en la Primera por la decisión (pero con apoyo popular, debe reconocerse) de ese pésimo presidente que fue Woodrow Wilson, un hombre que odiaba la Constitución con todas sus fuerzas y que hizo lo indecible por destruirla, y que en su soberbia decidió que había sido destinado por Dios para “salvar al mundo para la Democracia”; en la Segunda por el ataque de Japón a Pearl Harbor en diciembre de 1941 (lo que el presidente Franklin Roosevelt secretamente deseaba para permitirle entrar en la guerra), causaron finalmente la tremenda erosión de la república americana, su Constitución y los derechos de sus ciudadanos.
En los años 1920s bajo el presidente Calvin Coolidge y en los 1980s bajo el presidente Reagan, esa erosión se frenó. Pero si no se logra regresar a los orígenes de la gran república de 1787, las probabilidades son que esta termine como otra Democracia Liberal, al estilo de las que han fracasado en Europa. Todo este desastre lo previó el extraordinario escritor francés Alexis de Tocqueville cuando visitó a Estados Unidos en 1831 para investigar las prisiones americanas y terminó quedándose dos años en el país y viajando por buena parte de él. De esa experiencia resulto el famoso libro “Democracia en América” publicado en dos volúmenes en 1835 y 1840.
Tocqueville estudió a fondo la sociedad americana. Curiosamente, decidió que la democracia (para el la democracia era más que nada la igualdad de oportunidades, no la obsesión moderna de contar votos y de gobernar con la mayoría de esos votos) era más importante que los principios republicanos y que la Constitución en la nueva nación americana. (Aunque también destacó el gran conflicto entre la igualdad y la libertad en la nueva nación). Quizás eso sucedió en parte porque en los 1830s, en Estados Unidos gobernaba el presidente Andrew Jackson, quien trajo una apertura popular (algunos la consideran populista) al país y quien cambió el concepto de “democracia” como se consideraba hasta entonces, en el sentido que era un hombre humilde de la frontera oeste, un líder militar (el primero desde Washington) y definitivamente no pertenecía a la “aristocracia” de Virginia que gobernó a Estados Unidos por 24 años consecutivos desde la elección de Jefferson en 1800.
En efecto, el país había cambiado, y Jackson y sus seguidores fueron grandemente responsables por los cambios. Desde 1832 hasta casi la Guerra Civil, los “Jacksonianos” gobernaron a Estados Unidos. No que Jackson renunciara a los principios de los fundadores, todo lo contrario, sino que era un hombre de otra generación y más “del pueblo” que la “aristocracia” fundadora. Es verdad que por sus prejuicios eliminó el Segundo Banco de Estados Unidos (privado) lo que en buena parte causó la primera gran depresión en el país años después. Un firme creyente en el gobierno limitado y una política fiscal responsable, fue el único presidente que pagó la deuda nacional y balanceó el presupuesto durante sus dos administraciones.
Pero de todas maneras, el país se había transformado de la visión relativamente idílica de Jefferson de una república virtuosa de pequeños agricultores, aislada del resto del mundo (lo que nunca fue) a una gran república comercial como deseaba Hamilton, mucho más poblada, más diversa (la primera ola de inmigrantes había llegado) mas urbana y algo más industrializada, expandiéndose continuamente hacia el Oeste. El más prominente discípulo y protegido de Jackson, el onceno presidente James Polk, peleó una guerra contra México que no solo casi dobló el tamaño de la nación, sino que la extendió hasta la costa oeste y la convirtió en una república continental cuando California fue incorporada la Unión americana como resultado de esa guerra. Polk además creó un sistema bancario que funcionó eficientemente hasta la víspera de la Primera Guerra y rebajó los aranceles para favorecer un más libre comercio.
Los principios de la fundación de la república, especialmente el individualismo empresarial dominaban la nueva sociedad. Tocqueville fue testigo de todo esto y dejó una serie de comentarios sobre la democracia americana que son muy importantes por su visión del futuro. Hasta una comparación de la democracia y el socialismo (doctrina que ya se conocía en el mundo, sobre todo en Europa) incluyó en su gran libro. Según Tocqueville, nada tenían en común los dos sistemas excepto la igualdad. Pero la democracia buscaba la igualdad en la libertad, mientras que el socialismo la buscaba en el control y la servidumbre. Mucho más penetrante fueron sus comentarios sobre el futuro de la democracia. Sobre esto, predijo que “Una democracia no puede existir como una forma permanente de gobierno. Solo puede existir hasta que los votantes descubran que se pueden votar a si mismos ricos beneficios del tesoro público. Desde ese momento, la mayoría siempre votará por el candidato que prometa los mayores beneficios, con el resultado que la democracia siempre fracasará por su política fiscal irresponsable y siempre será sucedida por una dictadura”. Es exactamente lo que ha sucedido. No pudo predecir el futuro de la democracia de una manera más certera. ¡Y esto lo escribió en 1832!
Han pasado más de 2,500 años desde que la democracia fue inventada en Atenas. Desde entonces, durante casi toda la historia, han predominado en el mundo regimenes y gobiernos autoritarios, encabezados por reyes y dictadores. Hasta en Atenas, durante tiempos de crisis, a veces los ciudadanos elegían a dictadores por mayoría de votos. Fue en Inglaterra cuando con la Carta Magna en 1215, los nobles primeramente lograron limitar el poder absoluto del rey. Más tarde, con el surgimiento del Parlamento y su mayor poderío político, sobre todo cuando los reyes Tudor en el Siglo 15 aceptaron la autoridad parlamentaria para legitimar sus medidas y más importante, para recaudar impuestos, el poder absolutista se diluyó aún más. En el Siglo 17, la mayor participación popular en los gobiernos se logró en las colonias inglesas en Norte América y en ese sentido, la “democracia” resucitó otra vez. Con la adopción de la teoría del “contrato social” (gobierno con y por el consentimiento del pueblo) en el Siglo 17 también en Inglaterra, los principios democráticos se incrementaron. Finalmente, con la creación de la república constitucional americana en 1787 y luego la efímera primera república francesa en 1792, seguidas años después por las nuevas repúblicas hispanoamericanas y europeas, la “democracia”, en el sentido de mayor participación de los ciudadanos y aumento del voto para elegir gobiernos, se estableció nuevamente en muchas naciones del mundo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente después de la caída del comunismo internacional en Rusia y Europa Oriental, las Democracias Liberales popularizadas por Francis Fukuyama, surgieron y predominaron por quizás los próximos 20 años. Pero para resumir, primero fracasaron los regimenes socialistas—incluyendo los comunistas--por su planeamiento centralizado, su ignorancia de las fuerzas económicas del mercado, y su oposición a la naturaleza humana. Después, han fracasado las democracias liberales modeladas en los regimenes social demócratas de la Unión Europea, por su alto contenido del estado de bienestar social, de impuestos incosteables y regulaciones asfixiantes a la economía y a la misma sociedad. Algunas de estas, especialmente las de Escandinavia, sobrevivieron y florecieron gracias a la protección militar de Estados Unidos durante la Guerra Fría, cuando lograron ofrecerle a sus pueblos el mejor de los dos mundos: seguridad y prosperidad. Pero con la crisis global financiera del 2008, eso se terminó. Finalmente, el concepto mismo de “Democracia” ha fracasado por lo que predijo Tocqueville: la imposibilidad de mantener un equilibrio entre la igualdad y la libertad y el clientelismo de los políticos que para mantenerse en el poder, tienen que ofrecer a los votantes más y más beneficios. Solo queda una alternativa, la única, la final. La república constitucional de mercado libre modelada en la Constitución y los principios que crearon a Estados Unidos de América en 1787.