Ya habían pasado tres días desde la muerte de sus dos compañeros y seis desde que sintió la arena entre sus dedos por última vez. La tormenta de aquella tarde de julio le perdonó la vida a Ernesto dejándole un remo sobre la balsa y un envase de agua de los pocos que había cargado junto a sus amigos para toda la travesía. La piel se le había arrugado como si cada jornada hubiera durado años, las ampollas se apoderaron de su insolado cuerpo, los labios le sangraban, le costaba pararse, sus manos tenían severos cortes y de la única forma en la que podía engañar a la sed era haciendo buches con el agua del océano y escupiéndola luego.
La brújula que tenía atada a su brazo desde el momento en que dejó la costa cubana, lo ayudó a no perder el rumbo, pero la dirección no fue su único problema.
Durante el primer día la tristeza azotó a los tres viajeros. Si bien esta era su decisión, el amor al terruño que los vio nacer era inevitable. A medida que las costas de la isla se dejaban de vislumbrar, las lágrimas aparecían en sus rostros, sabiendo que dejaban atrás todo aquello que amaban de esta vida, pero también todo lo que odiaban de ella.
Manuel, el más joven del grupo, saltó al agua en ese momento. Juan Carlos, su hermano, se arrojó tras él sin dudarlo un segundo mientras aquel nadaba hacia el sur de regreso a la isla, poseído por la tristeza. Lo agarró de su pierna derecha mientras el otro pataleaba, lo atrajo hacia sí y le dio una cachetada.
– ¿En qué estás pensando, Manu? –dijo Juan Carlos– Tú sabes que no estamos improvisando, hace once meses que planear esto es nuestra principal tarea ¿a qué le temes?
–A la nostalgia –replicó Manuel.
– Ya hablamos esto, Manu. Papá y mamá nos apoyan, quieren que vivamos como seres humanos o muramos como ellos, y no que seamos un par animales de granja controlados por un pequeño grupo de granjeros.
– Lo sé, pero ellos debían venir con nosotros.
– No lo lograrían –dijo con voz titubeante Juan Carlos, mientras lo abrazaba.
Manuel entendió la situación y le tomó la mano a Ernesto, quién escuchaba la conversación con angustia desde el bote.
De vuelta en el viaje, cada uno tomó su remo y siguieron con entusiasmo, esperanzados de tardar máximo dos días en cruzar los ciento cincuenta kilómetros del Estrecho de la Florida y pisar las tierras de Key West.
Cayó la noche más rápido de lo que esperaban, la oscuridad era tan inmensa que solo con mucha concentración podían ver lo que la brújula les indicaba. Comenzó a preocuparles perder el rumbo.
– ¿Y si aparecemos en México? –dijo Manuel.
– No te preocupes Manu, Ernesto puede leer las estrellas, yo no soy bueno en eso pero parece ser algo simple para él –le contestó Juan Carlos.
– ¿Ves esa constelación de ahí, Manuel? –dijo Ernesto señalando al cielo.
–Sí –contestó con curiosidad. – Se llama Osa Menor, y la última estrella de su cola se llama Estrella Polar. Ella nos indica en donde se encuentra el norte, por lo que debemos seguirla para llegar a Key West.
Manuel se tranquilizó, se recostó y se durmió al instante. Los otros dos siguieron remando durante cuatro horas, y luego Juan Carlos acompañó a su hermano en el sueño.
El sol de la madrugada despertó a los hermanos, quienes muy hambrientos sacaron de un frasco una porción de arroz que llevaban cocido para ellos y Ernesto, lo comieron lo más lentamente posible y este último comenzó su turno de descanso mientras los otros dos remaban.
El día continuó muy tranquilo, sin mayores inconvenientes, aunque esa misma noche se levantó un fuerte viento y las nubes dificultaban la vista de las estrellas. Ante esto, el primero en preocuparse fue Manuel.
– ¡La Estrella Polar ya no se ve! –exclamó intranquilo.
– No te preocupes –le contestó Ernesto–. La luna menguante nos indica con sus puntas hacia dónde se encuentra el oeste.
– Eso es lo que menos me inquieta –alegó Juan Carlos–. Una fuerte tormenta se avecina, nuestro pequeño bote no puede resistir grandes olas.
– Nuestra balsa soportará todo lo necesario, es sencilla pero fue hecha para flotar aun dividida en pedazos. Mientras nos sujetemos con fuerza no tendremos problema, solo
debemos mantenernos juntos y no soltarnos –como de costumbre, Ernesto los tranquilizó, aunque esta vez estaba muy equivocado.
La balsa era de madera, pero cada tabla estaba atada a una bolsa muy resistente rellena de goma espuma para que, en caso de algún accidente, cada tablón de la balsa pudiera mantener a flote a cada uno de ellos.
A la mañana siguiente el cielo estaba cubierto y el viento soplaba a gran velocidad. Las olas eran cada vez más altas y los tres estaban muy alarmados. Las horas pasaban y el tiempo no mejoraba.
Esa tarde empezó a llover muy poderosamente y la balsa se llenaba de agua, por lo que rápidamente comenzaron a vaciarla con sus baldes de achique. De repente una fuerte ola rompió detrás de ellos y sacudió de manera brusca la embarcación. Manuel asustado comenzó a llorar, Juan Carlos lo abrazó y lo tuvo consigo agarrado con una mano mientras que de la otra se sujetaba de la cuerda que rodeaba el bote; pero sorpresivamente, otra ola que doblaba el tamaño de la anterior tiró a Manuel al agua. Por la cantidad de agua salada que tragó quedó inconsciente casi de manera instantánea; su hermano saltó tras él y lo intentó arrastrar inútilmente hacia el bote en donde Ernesto les tendía la mano. Así, éste último al ver la dificultad en la que se encontraban los otros dos, se ató una soga a la cintura para no perder el bote, y se tiró en busca de los hermanos.
Fue en ese instante que Juan Carlos descubrió que Manuel había muerto en sus brazos. Cuando Ernesto lo alcanzó, este sostenía a su pequeño hermano, gritándole al cielo y en total estado de shock. Se le acercó, pero Juan Carlos lo apartó con un fuerte
golpe de puño y le dijo "no es contigo mi amigo, pero yo me voy a donde sea que Manu me lleve". Ernesto intentó arrastrarlo hacia el bote pero ya no tenía fuerzas. Juan Carlos continuó con su resistencia y, sin intención, le proporcionó un golpe en la cabeza que lo dejó desvanecido.
Ernesto despertó unas horas después en la balsa, abrió los ojos y de inmediato se dio cuenta que Juan Carlos lo subió al bote para luego irse con Manuel. Nunca más volvería a verlos.
Esa noche fue la más larga de su vida, ni siquiera intentó mirar las estrellas pese al despejado cielo; el mar estaba tranquilo y el silencio era aún más imponente que la oscuridad. Una profunda depresión lo invadió, lo había perdido todo, sus mejores amigos, toda la comida y hasta la certeza de su posición.
Al salir el sol ya nada le importaba, ni el hambre, ni la ubicación, ni el insoportable dolor que invadía su apaleado cuerpo. Nunca en su vida había sentido tanta rabia, más que rabia, odio. Durante veinticinco años, en nombre de la igualdad le habían quitado su libertad, y ahora, en busca de ésta, perdió a sus mejores camaradas.
Por primera vez decidió renunciar. Bebió el resto del agua contenido en la botella sin racionarla como lo venía haciendo, como si ya nada le importase, se puso lo más cómodo posible en el bote y se dispuso a morir en paz.
Así pasó todo el día, recordando su vida, a sus amigos y seres queridos, con la esperanza de reencontrarse con Juan Carlos y Manuel en el transcurso de las horas. La noche llegó y durmió como un bebé.
Al despertar, un fuerte rayo de sol proveniente del este lo encandiló. "No estoy muerto", pensó inmediatamente. Sintió cierto alivio, aunque también algo de desconcierto "¿Qué hago ahora?" "¿Cuántos kilómetros llevo recorridos?" "¿Seguiré en la dirección correcta?" Todas estas preguntas abrumaron su cabeza.
Decidió seguir, después de todo, nada peor podía pasarle ya.
En ese momento recordó la discusión que tuvo con su padre un año atrás, cuando apenas comenzaba a fantasear con la idea de escaparse de la cárcel que era su patria:
– Hijo, no te equivoques –le dijo firmemente–. Aquí tienes tu ración de comida asegurada, con eso debería bastarte. Tu nombre se lo debes a un héroe nacional, quién luchó por convertirnos en un país libre y rescatarnos del demoníaco egoísmo que predomina en los Estados Unidos y comenzaba a dominar a los cubanos. Aquí el comandante impuso la solidaridad como forma de vida, logrando que todos seamos iguales.
-Iguales en la pobreza, papá –le contestó Ernesto–. No me basta con una minúscula ración de comida mendigada a quien se cree dueño de mi cuerpo. Quiero ser yo quien decida mi destino. ¿Acaso crees que los animales del zoológico son felices? Ellos tienen la comida asegurada, pero no dudarían en salir corriendo si les abriesen las puertas de sus jaulas.
-Hijo, la finalidad de toda labor del hombre desde el origen de la humanidad, es poner comida en la mesa de su familia, ya tienes eso aquí, no necesitas nada más –retrucó el padre.
-Estás equivocado, la comida no es un fin último, sino un elemento necesario para vivir, como lo es la gasolina con un automóvil; pero así como la finalidad de la construcción de un coche tampoco es simplemente hacer rodar sus ruedas sino llevarnos a dónde nosotros queramos ir, la vida sólo es vida si se la vive con libertad.
Esa remembranza le dio el vigor que necesitaba, su objetivo era todo lo que había deseado durante su vida, no podía desertar.
No debía estar tan lejos, solo bastaba con remar hacia el norte, en cualquier momento llegaría a su destino. Remó con el mayor de los empeños, ya sin agua ni comida sabía que ésta era su última oportunidad, y por eso no paró en toda la noche.
Las manos le sangraban, su cuerpo sufría graves quemaduras, el sol era ahora su principal enemigo, sus piernas estaban ya postradas y, luego de tres días de ayuno, nada deseaba más que un pedazo de pan. Pero pese a todo, siguió remando hora tras hora.
A lo lejos vio una embarcación y el miedo invadió su cuerpo. Supuso que debía estar en aguas estadounidenses, por lo que evidentemente ese bote pertenecía a la Guardia Costera. Allí acabaría todo, tras seis días peleando por su vida, esta lancha se acercaba a gran velocidad hacia su balsa, y, de acuerdo con la política de "pies secos, pies mojados", al ser detectado por las autoridades americanas antes de pisar tierra, sería repatriado a Cuba. Al tener la lancha a metros, resignado, Ernesto hizo un enorme esfuerzo para ponerse de pie y enfrentar lo que se viniera.
– Sólo quince kilómetros más, chico –le dijo un hombre de unos cincuenta años con una marcada tonada puertorriqueña desde la embarcación.
Ernesto le sonrió con cierto gesto de agradecimiento y alivio, solo se trataba de un pescador dando un paseo.
De ser cierto lo que le dijo esta persona, unas tres horas le restaban para llegar a destino. Continuó remando firmemente, gotas de sangre recorrían la pértiga del remo hasta que caían en el piso de la balsa, pero aun así él ya no sentía dolor, estaba demasiado cerca, iba a lograrlo, estaba seguro.
Pasaron más de cuatro horas y la noche ya había aterrizado. Sus esperanzas se desvanecían y apenas podía mantener los ojos entreabiertos. De repente comenzó a ver luces en el cielo acompañadas de fuertes sonidos, no estaba muy lejos de ellas, quizás a un par de kilómetros. Veía algo borroso, se lavó la cara con el agua del mar y logró agudizar su visión ¡Eran fuegos artificiales!
– ¡Por supuesto! –dijo en voz alta– ¡Hoy es cuatro de julio!
En minutos recorrió el último tramo restante del Estrecho, saltó de la embarcación quince metros antes de llegar a la costa y nadó hasta pisar tierra firme. Lo primero que vio fue un cartel de madera en el que se leía "Islamorada Welcomes you", se arrodilló ante él y rompió en llanto. Solo se desvió unos ciento veinte kilómetros a la derecha de su destino, pero finalmente ya estaba en tierras norteamericanas.
Una vez que se tranquilizó, se levantó y fue directo a la primera estación de policía que encontró a tres calles de donde estaba, abrió la puerta con confianza y le dijo a un oficial que estaba sentado en su escritorio:
– Soy cubano, acabo de llegar de la isla luego de haber cruzado el mar en mi balsa.