Fujimori llegó al poder en 1990, en un Perú devastado por la hiperinflación, enfrentando el terrorismo contra diversos frentes subversivos. Con un enfoque pragmático y técnico estabilizó una economía al borde del colapso, minimizando la inflación de 7650%. Implementó reformas radicales para rescatar al país del abismo, con un alto costo social inicial; no obstante, la estabilización y crecimiento económico fueron innegables. Las medidas contra un terrorismo radicalizado que mantenía a la población en constante zozobra fueron decisivas. Su gobierno desmanteló las estructuras de Sendero Luminoso y el MRTA, resolviendo conflictos fronterizos pendientes con el tratado de paz con Ecuador y crisis como los rehenes en la embajada de Japón, consolidando la pacificación nacional.
La concepción de cómo medir el éxito o fracaso de un gobernante merece una profunda reflexión, especialmente en contextos donde la lucha entre democracia y autoritarismo es el eje central de la crisis global. Ciertos sectores emplean el término “dictador” sin discriminar los alcances; mientras otros evitan utilizarlo para referirse a regímenes que presentan características a todas luces autoritarias.
La ironía se evidencia al analizar el legado. Es cierto que Fujimori adoptó medidas controvertidas, como el cierre del Congreso en 1992 y el fin de su discutido último mandato, renunciando a distancia. Sin embargo, se convocó a elecciones parlamentarias en el mismo 1992, redactando la Constitución de 1993. Esta Carta Magna no sólo marcó el regreso a la institucionalidad democrática, sentó las bases para el crecimiento económico del país, fundamentando la reducción de la pobreza de 60% a 20% en 2019, algo que pocos gobiernos pueden reclamar, transformando al Perú en un modelo de estabilidad en América Latina.
Más irónico aún es constatar cómo estos mismos sectores que apoyan a regímenes autoritarios en América, los Castro en Cuba, Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela, sean aquellos que atacan con más ferocidad el legado de Fujimori. En estos casos, hemos visto la consolidación de poder con represión sistemática, fraudes electorales y violación de derechos humanos. Los resultados de estos regímenes autoritarios son evidentes: una economía en ruinas, millones de personas huyendo de sus países y una crisis humanitaria y económica sin precedentes.
Fujimori empleó contra el terrorismo métodos como los Comités de Autodefensa Campesina, dejando además un país con instituciones fortalecidas y una constitución que perdura. Esta estrategia debió ser emulada en países como Colombia donde cuarenta años más tarde las guerrillas subsisten.
Entonces, ¿es posible equiparar la figura de Fujimori con otras dictaduras? Sectores radicales emplean el mismo apelativo para personajes diametralmente divergentes revelando una paradoja: mientras Fujimori es demonizado y etiquetado como dictador, su legado está marcado por logros que transformaron la historia del Perú.
La verdadera ironía radica en cómo se define una dictadura. Fujimori fue perseguido por los mismos grupos radicales que él derrotó, y a pesar de sus errores, su legado de crecimiento económico, paz y estabilidad es innegable. Los promotores del antifujimorismo hoy apoyan y justifican a mandatarios que siguen destruyendo naciones enteras, traicionando los ideales de justicia y libertad que dicen defender, negándose a declarar dictadores a estos tiranos.
La historia de Alberto Fujimori invita a una reflexión sobre cómo juzgamos a los líderes. Quizás no sea solo el método, sino el contexto y los resultados lo que debería definir la grandeza o el fracaso de un estadista, con un balance entre aciertos y errores. Por ello, el legado de Fujimori sigue siendo fundamental y relevante no solo para el Perú, sino para toda América Latina.
Autora Berit Knudsen @berit_knudsen