Mi adiós a un gran poeta en su partida. La noticia ya ha sido ampliamente difundida. Nuestro entrañable amigo, el poeta Ángel Cuadra Landrove ha perdido la batalla más importante de su vida. Nadie puede vencer las imposiciones del destino, ni siquiera alguien como él, que con admirable gallardía supo empinarse sobre las miserias y las absurdas venganzas con que, en vano empeño, se intentó silenciarlo.
Anudar la fuerza de su inspiración, el amor de su obra creadora, por lo cual este autor y patriota fue encarcelado por segunda vez, significa una cobardía. Le borraron las calles, simplemente, por negarse a navegar en su barca de luz multicolor e inefable, y hermosa transparencia, sobre las aguas borrascosas del castrismo.
Nadie pudo callarlo, ni las amenazas de absurdas represalias que, en aquellos instantes, con los grilletes ya atados a sus pies, acababan de convertirse en realidad. Pensaban, tal vez, los que en nuestro país mantienen el poder a punta de pistola, que los barrotes de la cárcel iban a doblegar su espíritu. ¡Pero se equivocaron! Se equivocaron de la misma forma que durante más de seis décadas han querido demostrar, en engañosa propaganda destinada a quienes piensan con cerebro ajeno, que el comunismo es la solución a las urgencias de los pobres. Que es posible tener una vida de felicidad, cuando el pan de cada día siempre estará asegurado, pero sólo a distancia, junto a la libertad para ser dueños de sí mismos.
No habrá otra opción, para el infeliz cubano que lo sufre, que un lejano futuro de meras ilusiones que se postergará con cada noche, con cada amanecer, y girará en oscuros espirales sobre un eje de odio y de maldad de los que oprimen, donde la dicha y la prosperidad serán pura quimera. Será un árbol frondoso, coagulado de irradiantes frutos, de exquisito dulzor, pero eternamente inaccesible.
Murió el poeta Ángel Cuadra, llevándose a la tumba sus ilusiones de ver a Cuba libre de las cadenas que la asfixian. Se nos ha ido en un soplo de luz y de ternura, sin lograr ver convertidos en dulce realidad su acariciado ensueño, sus anhelos de sentarse a la sombra de un naranjo a escribir unos versos, un poema, capaz de trascender más allá de la trenzada luz del arco iris, del fondo de los mares y los náufragos, del escurridizo portón del horizonte.
Se fue, sereno, el Poeta (escrito, así como le corresponde, con mayúscula). Y me pregunto si algún día, porque a todos nos llega ese viaje hacia el insondable espacio de lo eterno, podré entregarle un manojo de versos, nuevamente, para que les invente rondas y organice, como aquella vez cuando en la cárcel de Boniato les dio espacio, donde debía de reposar cada poema. Y fue así que se vistió de fiesta, La campana del Alba, el libro que escribí abriendo el corazón, de par en par, al verde palpitar de las sonrisas infantiles.
Decirle adiós no basta para mí. Hoy he llorado. Lo digo humildemente, lo confieso. Y he vuelto a caminar entre las páginas, llenas de mágico fulgor, de gotas de rocío que anidan en las ramas de sus libros.
Descansa en paz, amigo; hermano en el alba de la Patria; en el crepúsculo. Siempre serás inspiración. Siempre relámpago, y a un mismo tiempo látigo que nos mueva hacia adelante, tu recuerdo, de eterno palpitar, canción de cuna.
¡Dios te tenga en la gloria!… y hasta pronto.
Autor: Ernesto Díaz Rodríguez. Escritor, poeta y Secretario General de Alpha 66.