¿Está dejando de ser los EEUU de ser una sociedad libre? Algunos se han quedado empantanados en un debate inútil acerca de la filiación doctrinaria de los líderes del Partido Demócrata (¿son o no son rojos?)
Para más, por esos días sostuvo en New York una entrevista de más de tres horas con Gerry Drecher, especialista de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) en comunismo en América Latina. Al final, este llegó a la conclusión de que Castro no solo no era comunista sino que era “profundamente anticomunista”. Obviamente, se equivocó; y no fue el único…
Por eso resulta esencial reparar en lo que sucede a nuestro alrededor. Me refiero a la aparición y refuerzo, en los últimos años, de ciertas tendencias que se alejan de los ideales libertarios de la democracia americana, y que se expresaron en la letra y espíritu de la Constitución y sus enmiendas: libertad de prensa y expresión, libertad de culto, libertad de reunión. ¿En qué medida hoy están siendo amenazados?
- Cultura de la cancelación; supresión de voces discordantes
La competencia de ideas y opiniones es consustancial a una sociedad democrática; es precisamente en la confrontación transparente y libre donde estas pueden demostrar su validez y superioridad.
Desde hace algún tiempo aumentaron los despidos y renuncias en medios de comunicación debido a diferencias respecto a líneas editoriales. Por otra parte, al amparo de los “espacios seguros” se multiplica en las universidades la supresión de conferencias, incluso, abucheos y agresiones a autores y líderes conservadores.
La carta de los 150 intelectuales —entre ellos Noam Chomsky y J.K. Rowling— contra la intolerancia en la izquierda (A Letter on Justice and Open Debate) resentía, meses atrás, la atmósfera de intolerancia en el país. En el texto se dice que las nuevas actitudes morales y compromisos políticos “tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica”. Además, refiere “el clima intolerante que se ha establecido en todos los lados”, “una intolerancia hacia las perspectivas opuestas, la moda de la humillación pública y el ostracismo”.
A fines octubre el exnuncio del Vaticano en Estados Unidos, Arzobispo italiano Carlo María Viganó, envió una carta al presidente Donald Trump en la que señalaba:
“Diariamente sentimos que se multiplican los ataques de quienes quieren destruir la base misma de la sociedad: la familia natural, el respeto a la vida humana, el amor a la patria, la libertad de educación y de negocios (…) Nadie, hasta el pasado mes de febrero, hubiera pensado que, en todas nuestras ciudades, los ciudadanos serían arrestados simplemente por querer caminar por la calle, respirar, querer mantener su negocio abierto, querer ir a la iglesia el domingo”.
Recientemente el magistrado de la Corte Suprema Samuel Alito denunció el acoso y represalia que sufren los abogados cuando defienden puntos de vista que provengan “de la ortodoxia de la Escuela de Derecho”. Asimismo, agregó que la libertad religiosa está en peligro de convertirse en un “derecho de segunda clase” y que peligra la “libertad de expresión en universidades y en ciertas corporaciones”.
A veces se trata simplemente de amenaza de represalia. A principios de noviembre empezó a circular en Twitter el llamado The Trump Accountability Project, que incluía la elaboración de una lista negra de los que trabajaron para el gobierno. Según el exsecretario de prensa del Comité Nacional Demócrata, Hari Sevugan, se haría para pedir cuentas a “cualquier persona que aceptara un cheque de pago para ayudar a Trump a socavar Estados Unidos”.
- Homogenización del discurso liberal y censura de opiniones
La libertad de prensa y de expresión es pilar fundamental de la democracia. La existencia del Estado de Derecho se garantiza, fundamentalmente, mediante la separación de los tres poderes (ejecutivo, judicial y legislativo). Sin embargo, la vigilancia y control se ejerce asimismo a través de la prensa, cuya enorme influencia explica que se le haya llamado Cuarto Poder.
Lamentablemente, diversas encuestas, realizadas en las últimas décadas, arrojan que la población de Estados Unidos ha venido perdiendo la confianza en la prensa. Tal situación no ha cambiado: en agosto del 2020 del Centro de Investigaciones Pew reveló que la mitad de población encuestada no confiaba en los medios de comunicación.
A la desconfianza se agrega la polarización política, que se vino gestando desde la presidencia de Barack Obama (2009-2017) y que los medios reflejan e incentivan como instrumento mercantil. Desde que tomó posesión el presidente Donald J. Trump en el 2016, aproximadamente el 95 por ciento de los medios del país (algunos hablan de 98 por ciento) coincidió en lo que parece ser un frente común cuyo objetivo central fue desligitimar la presidencia.
El discurso anti-Trump se tornó preponderante y compacto. En este empeño sobresalieron CNN, MNSBC, CBS, NBC, Telemundo, The New York Times, The Washington Post, entre otros.
Las coberturas noticiosas respectivas se construyeron sobre varios ejes editoriales, a saber: investigaciones y procesos legales contra el presidente (trama rusa, obstrucción a la justicia, Ucraniagate, impeachment; columnas de opinión en las que se catalogaba a Trump de “fascista”, “supremacista blanco”, dictador, etc.); errores, dificultades y pifias del Presidente; y ocultamiento o minimización de aciertos. Asimismo, las fronteras entre “información” y “opinión” se han perdido, al igual que entre “periodismo” y “activismo”.
Por último, se ha instaurado la aplicación sistemática de la censura. Ya en el 2014 la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) ponderaba los beneficios de las nuevas tecnologías, pero advertía del peligro de la “privatización de la censura” debido al “control creciente de contenidos en la red cibernética por parte de intermediarios como los motores de búsqueda y las redes sociales”.
La práctica se manifiesta con particular intensidad en Estados Unidos, sede de las Big Tech: Google, Twitter y Facebook. Así, cada vez con más frecuencia, se han venido suprimiendo contenidos o se les ha adjuntado “advertencias” acerca de su veracidad. En otros casos las cuentas han sido fulminantemente cerradas.
Twitter ha eliminado miles de tuits; Facebook lo ha hecho por igual con comentarios de periodistas o autores conservadores como Tucker Carlson y Mark Levin, ambos de Fox News, entre otros casos.
Semanas atrás durante una audiencia en el Comité Judicial del Senado en torno a “censura, supresión y elecciones 2020”, el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, fue cuestionado por su decisión de suprimir una información sobre una laptop perteneciente al hijo de Joe Biden, Hunter. Facebook, Twitter y Google bloquearon o limitaron la difusión de la pieza. Durante la audiencia se comprobó que dichas redes sociales suelen coordinar sus acciones de censura.
Las televisoras no se han quedado atrás: el tema de los negocios de Hunter Biden en Rusia, Ucrania y China quedó silenciado o relegado. La noche de las elecciones ABC, CBS y NBC, entre otras, cortaron simultáneamente el discurso del presidente Trump.
En ocasiones no se trata de censura sino de simple manipulación. Robert Epstein, psicólogo investigador principal del Instituto Estadounidense de Investigación y Tecnología del Comportamiento en California, declaró recientemente al diario The Epoch Times que una investigación de campo que dirigió en meses previos a las elecciones llegó a la conclusión de que Google y Facebook podrían haber cambiado 15 millones de votos.
Epstein, que se identifica con la izquierda, sostiene que, no obstante, ponía el país por delante de cualquier preferencia personal. “Si permitimos que empresas como Google controlen el resultado de nuestras elecciones, entonces no tenemos democracia, no hay elecciones libres y justas, todo eso es ilusorio”, afirmó.
- Apelación a la violencia para resolver conflictos
En una sociedad democrática la legitimación del poder pasa por la resolución pacífica de los conflictos: el consenso, que es lo opuesto a la coacción. Violencia y democracia son conceptos antitéticos.
La izquierda radical ha utilizado cada vez más la violencia para forzar una agenda política e intimidar a adversarios. Muchas veces el debate de ideas ha sido sustituido por golpes, destrucción de propiedades, barricadas, incendios, saqueos y amenazas.
Según el US Crisis Monitor, cerca del 7 por ciento de las manifestaciones impulsadas por el movimiento Black Lives Matter y la organización terrorista Antifa entre mayo y agosto implicaron violencia, lo cual se concretó en vandalismo y agresiones a policías y ciudadanos. Los disturbios causaron la muerte y lesiones de decenas de personas y pérdidas en millones de dólares.
El objeto de los ataques ha sido en primer lugar la policía y los simpatizantes de Donald Trump. Lo paradójico es que el alza en la tasa de homicidios, se acompañe de llamados a “Defund the Police!”.
Las acciones han irrumpido al ámbito privado y se manifestaron en allanamientos, rotura de ventanillas, lanzamiento de piedras y acoso. Otra variante fue el corte de calles o la ocupación permanente de un perímetro de la ciudad (como la llamada “Zona de protesta ocupada de Capitol Hill” en Seattle, en el estado de Washington).
A resultas de esta ola vandálica muchas ciudades se vieron obligadas a instaurar el toque de queda: Seattle, Dallas, Detroit, Portland, Miami, Chicago, Atlanta, Filadelfia y Los Ángeles. Además, en la mitad de los estados la Guardia Nacional tuvo que desplegar más de 30.000 uniformados.
Por cierto, tales acciones nunca fueron repudiadas por el Partido Demócrata, salvo en contadas ocasiones y como de puntillas. En cuanto a sus promotores, las aprobaron abiertamente. “Quizá la próxima vez que un policía blanco decida apretar el gatillo, le venga la imagen de ciudades en llamas”, apuntó Lex Scott, fundador de Black Lives Matter de Utah. Otros han ido más lejos: “las mercancías pueden ser reemplazadas, las vidas no”.
La crítica situación se ha visto reforzada por la postura de ciertas ciudades, como Portland, Seattle y Nueva York, donde, según el Departamento de Justicia, sus funcionarios no solo permitieron la violencia y destrucción de propiedades, sino que se abstuvieron de tomar medidas para contrarrestar los delitos.
- Negación de la historia y la identidad nacional
La historia de una nación, sus tradiciones, normas y valores son condición de la integración y cohesión colectivas, indispensables para el mantenimiento de la armonía y la paz que exige una sociedad democrática.
Una característica común a los movimientos radicales es la voluntad de romper con el pasado en el afán por construir algo nuevo, trátese de una sociedad o un ser humano. Las protestas de estos meses estuvieron acompañadas por el derribo, decapitación y vandalización de estatuas y monumentos en numerosas ciudades del país.
Durante el 2020 hemos sido testigos de ataques a efigies de representantes de la presencia española en América: desde el Almirante Cristóbal Colón hasta los exploradores y conquistadores Juan Ponce de León y Juan de Oñate; el misionero y defensor de los indios Fray Junípero Serra. Incluso el busto de Miguel de Cervantes y Saavedra, autor de El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, símbolo de la cultura española y gloria universal de las letras.
Lo curioso fue que esos hechos coincidieron con agresiones contra representaciones de los Padres Fundadores —George Washington, Thomas Jefferson—; del presidente, Abraham Lincoln; de destacados militares —el jefe del Ejército Confederado, general Robert E. Lee, Williams Carter Wickham y, paradójicamente, de sus adversarios: el jefe del Ejército de la Unión, general Robert Ulysses Grant, David Farragut— e incluso de abolicionistas como Matthias Baldwin o el autor del himno nacional, Francis Scott Key.
Hubo también agresiones a iglesias católicas y efigies de Cristo y de la Virgen María.
Tales actos son expresión de “ignorancia e incomprensión”, especie de “regresión a la barbarie”, según Darío Gamboni, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Ginebra, Suiza. Hasta aquí también se extendió la cultura de la cancelación y la intolerancia, pues, según el sitio web The Hill, las pocas personas que rechazaron estos desmanes o cuestionado algunos fundamentos de las protestas sufrieron repulsas a través de las redes sociales, amenazas y despidos de sus puestos.
La voluntad de tabula rasa se extiende a tradiciones y hábitos culturales. Ahora, apoyándose en restricciones ligadas a la pandemia, algunos exhortan a desterrar la celebración de la Navidad y la califican de “Colonizer Christmas”. Curiosamente, en 1969 un discurso de Fidel Castro acabó con la Navidad en Cuba. ¿La justificación? Que las tradiciones las habían traído de fuera los colonizadores (sic) y que obstaculizaba la producción de azúcar.
¿Paranoia o realidad?
A estas alturas, resulta comprensible que los llamados a desmontar el sistema democrático estadounidense son más alarmantes que la revelación del nombre que tendría su posible sustituto. Y tales propósitos han estado en boca de representantes del ala radical del Partido Demócrata (Alexandra Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Katie Porter o Ayanna Presley) y líderes de Black Lives Matter que se autoproclaman marxistas y anticapitalistas (Patrisse Cullors, Hank Newsome, Alicia Garza, Opal Tometi).
Es evidente que ciertas prácticas son consustanciales a experiencias totalitarias. Entre ellas, la intolerancia hacia ideas diferentes, el recurso a la violencia, el combate de la religión, la eliminación de las tradiciones, la supresión del individuo en aras del estado, el control de los medios de comunicación, la homogenización del pensamiento y la conducta...
Todavía Estados Unidos disfruta de amplias libertades; también es cierto que cada vez son más visibles, tal como he tratado de demostrar, los intentos por conculcarlas. Muchos, que atravesamos por experiencias semejantes en otros sitios, tememos que se esté viniendo abajo la sociedad libertaria que conocimos.
Ojalá sea solo un episodio transitorio de paranoia.
Autor: Emilio J. Sánchez:
Es profesor de Nova Southeastern University. Sus artículos y entrevistas han aparecido en El Nuevo Herald, Diario Las Américas, Mundo 21 y Aboard Magazine entre otras publicaciones. Ha trabajado en diversos medios de comunicación como editor, escritor y procuctor.
Sánchez posee una licenciatura en Lenguas y Literaturas Clásicas (Universidad de La Habana) y un doctorado en Ciencias Filosóficas (Universidad Taras Shevchenko, Ucrania).
Mantiene el blog www.sehablaespanolblog.wordpress.com, dedicado a promover la enseñanza de idiomas y defender la escuela pública.