La Libertad de Expresión Robada por Raúl Ramon Mota
Nacido en Cuba. Licenciado en geografía de la Universidad de La Habana. Ha ejercido como meteorólogo en el Instituto de Meteorología de La Habana y en la Facultad de Geografía de la UNAM (México, D.F.).
En el de cursar del siglo XX el socialismo marxista, más que cualquier otra dictadura, se constituyó por antonomasia en una gigantesca usurpación. Esta nueva ideología de intenciones redentoras, disfrazada de ciencia pasó a convertirse casi de inmediato en un nuevo orden represivo. Se establecía de hecho el pulso formidable entre su real esencia y la quimera que la férrea censura posibilitaría mantener por varias décadas. En esencia iba a contenderse de nuevo el desafío entre una realidad perceptible adversa y la naturaleza espiritual del hombre, que pretende excluirse de aquella. Los fantasmas del autoritarismo esclavista y feudal pervivirían con el ropaje de los nuevos tiempos, ocultando su real carácter bajo la nueva apariencia ahora denominada marxista y revolucionaria.
En la dictadura socialista, una única ideología, o mejor, una exclusiva interpretación de ella caprichosamente adaptada a las inclinaciones e intereses de los que mandan es la válida, ya que la autorización de otras ideas conduciría a denunciar, por su mera existencia, la credibilidad del sistema. De manera que reviven las condiciones para que un sólo hombre, cima en la pirámide de la autoridad, usurpe el mérito que demagógicamente dice reconocer en esa entidad colectiva y caprichosamente filtrada llamada pueblo, asumiendo los poderes del estado que diluye y subyuga, usufructuando el patrimonio nacional que luego arruina, alzándose sobre la moral que luego corrompe, desvirtuando la cultura que potencia para que le sirva de turiferario y tergiversando una historia rescrita a tono con el último discurso oficial; en resumen, el líder pasa a monopolizar esa abarcadora entidad emotiva engarzada con la historia nacional conocida con el nombre de patria. Para lograr tamaña autocracia no hay mejor medida que suprimir uno de los derechos más preciados del hombre, que es su libertad de expresión. La supresión de este derecho, en proporciones nunca vistas en la historia moderna, fue el arma formidable del socialismo marxista o comunismo; facilitó su triunfo pero también fue la burbuja de luz atrapada que a manera de bomba de tiempo lo demolería definitivamente en su momento preciso. El pretexto para cometer este crimen histórico fue el de creerse y hacer creer, a fuerza de alimentar el fanatismo de los abajo y de aprovechar esta ocasión excepcional para ejercer el mando inimputable de los de arriba, que se establecería, al fin, la felicidad e igualdad definitivas sobre la tierra. Bajo tales prerrogativas, la eliminación del enemigo en todas sus facetas adquiriría carácter de emergencia: el odio de clases y la intolerancia podrían por consiguiente alcanzar dimensiones dantescas.
Es ofensiva la negación del derecho al libre discernimiento a ese ser humano al que se dice cuidar y educar con determinación revolucionaria. No puede ser bueno lo que gobierna imponiendo una bondad que se machaca en el alerta de cada día, porque la bondad, como cualquier virtud que se dispense auténticamente, arrastra consigo el riesgo del cuestionamiento y la ingratitud, preferibles en condiciones de libertad a la hipocresía o el rebañismo rutinario de las dictaduras. Humilla tener que vivir en asfixia de libertad por los tabúes con que una sociedad autoproclamada modelo descalifica la sinceridad de la persona. El hecho de impartir una instrucción obligatoria debe ser para intentar formar hombres cultos, cuestionadores y de criterio independiente que no sientan temor a expresar lo que piensen y sin que el ejercicio de este acto natural se convierta en una osadía o en un arte de malabarismo verbal.
En Cuba la opresión al pensamiento libre se ha pretendido compensar con mano más blanda en la licencia al libertinaje en las costumbres y relaciones interpersonales. Aunque a partir de los ochentas se evitó el aislamiento extremo de la Corea Zutche del camarada Kim o de la Albania de Hoxha, las alucinaciones productivas de la China de Mao o el terror fantasmagórico de la Kampuchea de Pol Pot --las cuales operaron bajo un insolente culto a la personalidad, para mencionar sólo algunos de los experimentos totalitarios coexistentes con el cubano--, no se pudo en cambio evitar que Cuba sea considerada por muchos, por su perdurabilidad faraónica, una especie de vivero ideológico congelado en el tiempo material de medio siglo atrás, para advertencia de unos, nostalgia de otros y escarmiento para los nativos.
Pero llegado el caso, a la orden del Jefe, lo mismo se puede agredir, humillar o fusilar, dado el caso, al enemigo externo o interno, que festejar singulares proezas de alguna de las numerosas victorias sacadas de la lista de espera de las efemérides revolucionarias. De fondo, sirva la escenografía de un país económicamente aniquilado, desquiciado emocionalmente por la empecinada dirección de un orquestador de pasiones que sintoniza, según sus intereses mesiánicos y con todo el poder de su talento, su experiencia brutal y el dominio absoluto que ejerce sobre los medios informativos y represivos, el estado anímico y disposición de su rebaño.
La glásnost (transparencia) resultó ser ese haz de luz que cegó y deshizo al imperio colectivista de la ex Unión Soviética, madre patria del socialismo real del siglo XX, al que el gobierno de Cuba se suscribió aportando una de las variantes más despilfarradoras e ineficientes. Por primera vez, la alta dirigencia soviética, en un arranque de necesitada renovación, audacia y romanticismo se dejó cuestionar. Se arrancó la mordaza de unos labios que se suponían completamente domesticados. Pero luego del júbilo inicial por la liberación, llegó la confusión que acabó colapsándola ante la evidencia de una realidad hasta entonces reprimida. El escrutinio alcanzó los tétricos archivos de la época fundacional de Lenin y del incompasivo período estalinista, en los que la gloria y el crimen solían mimetizar sus contenidos. Por fin cada cual podía hablar sin tapujos sobre su propia experiencia o de lo que realmente creía, y se comenzó a oír con actitud diferente muchas cosas de las que antes apenas se sabía o se permitía saber, o sobre las que se había mentido acorde al estilo de inquisición proletaria por tantos años padecida. El gran país cayó, fulminado y confuso, desmembrado por la deserción natural de comarcas que nunca debieron pertenecerle. Era el hasta entonces inconcebible fin, a pesar de su temible maquinaria de guerra, con sus aviones, tanques y naves espaciales, de su experimentado y fanático aparato inquisitorial, a pesar de sus universidades y científicos, o de su historia falseada, o de sus ajedrecistas y deportistas famosos. También relucían ahora al sol la fea cara de las cárceles con sus borrachos, criminales y con su gente honrada, y de los manicomios, con sus locos y disidentes. No pudo el país soportar condiciones de libertad nunca antes experimentadas. La claridad momentánea desconcierta para quien ha vivido mucho tiempo en tinieblas y luego asusta verse a la luz las entrañas alimentadas por décadas de falsa apología, triunfos eternizados y reiteradas campañas de indignación o jubileo. Es que no han hecho bien, a no ser retardar a dolor y sangre el curso predestinado de la historia, las montañas de libros doctrinales concebidos con la torcida vocación redentora del odio y la exclusión.
La colectividad socialista, con sus todopoderosos cabecillas de masas resultó a su pesar, como todo poder opresivo, altamente desvirtuadora. Decenas de millones de muertos y represaliados a nivel mundial, generaciones enteras desorientadas por el desconocimiento real de lo que acaecía al otro lado del muro, sentenciados a ser víctimas de vidas mañosamente trabajadas por la astucia y poder de los que mandan, predestinados a constituirse en beneficiarios de una instrucción recibida a cambio de incondicionalidad y omisiones vergonzosas y a ser herederos de una penuria que se va haciendo más aguda en la medida en que se esquilma el patrimonio creado por el pasado que se dice aborrecer, forma parte también del saldo forzoso que ocasionan los que se aferran a su mando inimputable.