El Muro de Berlín visto desde la Loma del Burro en Cuba. El Muro de Berlín, dejó de existir hace ahora 30 años y La Cortina de Bagazo en Cuba, menos visible pero igual de eficaz, todavía perdura. Si bien un tanto camuflada, todavía subsiste y dificulta la salida del país a buena parte de la población.
¿Cuántos cubanos huyen hoy al extranjero? Nadie lo sabe con exactitud. Las nuevas normas migratorias contribuyen a enturbiar el conteo.
Hasta hace 30 años, en días soleados, desde la Loma del Burro en La Habana se podía ver la silueta gris del Muro de Berlín. Cuentan las leyendas urbanas que los dirigentes cubanos solían subir a la colina a contemplar el horizonte en busca de inspiración para su política migratoria. Quizá fue allí donde concibieron la idea de la Cortina de Bagazo que, si bien un tanto camuflada, todavía subsiste y dificulta la salida del país a buena parte de la población.
Por supuesto, todo lo anterior, menos la dificultad de escapar de la Isla, es fábula, metáfora, ilusión o mentira. Ma se non é vero, é ben trovato.
No es descabellado pensar que en el momento en que se levantó, en 1961, el Muro sirvió de inspiración a los dirigentes cubanos que desde unos meses antes trataban de inventar el comunismo caribeño. Porque la construcción del socialismo requiere –entre otros factores—el concurso de una población dócil, estable y resignada a la pérdida de derechos y libertades. Una masa que haya renunciado a la esperanza de una vida más libre y más próspera, ya sea en su propio país o en tierras extranjeras, y acometa con entusiasmo –real o fingido—las tareas que el partido único le impone.
Los alemanes del Este, que en la partición de 1945 quedaron atrapados en lo que luego fue la República Democrática Alemana (RDA), se acomodaron mal al papel que les asignaron las potencias vencedoras. Sobre todo, a medida que la democracia y la economía de mercado florecían en la mitad occidental del país.
Hacia 1959, cuandoFidel Castro y los suyos se apoderaban de Cuba, ya más de dos millones de ciudadanos de la RDA habían pasado definitivamente al Oeste y al año siguiente huirían 200.000 más. El éxodo amenazaba con vaciar la RDA del material humano indispensable para edificar el futuro luminoso del proletariado alemán, a pesar de las enormes inversiones que la Unión Soviética dedicaba al sostenimiento de su satélite. Había que frenar la sangría e imponer un dispositivo que sellara la frontera entre las dos partes de Alemania. Así nació Die Mauer, el Muro por antonomasia.
La Habana levanta también su Muro
En Cuba, en medio de condiciones muy diferentes, se estaba produciendo un fenómeno análogo. La implantación del comunismo generó casi de inmediato una corriente migratoria que fue aumentando un mes tras otro. Al principio, el nuevo régimen no vio con malos ojos la salida del país de su enemigo natural. Las autoridades daban por descontado que se marcharía la capa de población que componían unos cuantos miles de batistianos, dueños de centrales azucareros, grandes empresarios, terratenientes, propietarios y profesionales vinculados a las compañías extranjeras.
Era la "burguesía" explotadora, incapaz de comprender la epifanía revolucionaria, cuya huida sería beneficiosa para la nación. Su fuga diezmaba las filas de la oposición y llenaba –a corto plazo—las arcas del Gobierno. La confiscación de tierras, edificios, dinero y bienes suntuarios generaba un inmenso botín, que permitió premiar de inmediato a los buenos revolucionarios y ocultar por un tiempo las carencias del sistema.
El puente de plata a ese enemigo en fuga se cerró precisamente en 1962, un año después de que terminara de levantarse el Muro. Tras la victoria de Bahía de Cochinos el año anterior y la Crisis de los Misiles —que en Cuba se denominó Crisis de Octubre, nombre que servía para escamotear la madre del cordero— el Gobierno castrista decidió que ya había abandonado el país un número suficiente de enemigos del pueblo —algo más de 270.000— y que, cerradas las fronteras, la población restante se adaptaría al nuevo régimen, a pesar de las dificultades, que no cesaban de multiplicarse. Después de todo, quienes se quedaban habían sido liberados por la revolución de las cadenas del imperialismo. Proletarios del mundo, uníos. Carne rusa y la lata p'al comité.
Por eso al principio Castro recibió con beneplácito la decisión de Washington de restringir el número de cubanos autorizados a entrar legalmente en el país —aunque EEUU siguiera acogiendo como refugiados a los prófugos de la Isla—. Pero el cálculo resultó erróneo. En los meses siguientes el número de salidas ilegales se multiplicó y la gente siguió huyendo de la Isla por todos los medios a su alcance. Balsas, barcos, aviones, embajadas o la Base Naval de Guantánamo: todas las vías eran legítimas ante las restricciones arbitrarias impuestas a la libertad de movimiento.
Tres años después de la Crisis de los Misiles, en septiembre de 1965, Castro anunció que abriría el puerto de Camarioca para que los familiares residentes en EEUU pudieran recoger a sus parientes y llevárselos al exilio. Para entonces, unas 30.000 personas más habían logrado escapar de Cuba por distintas vías y las cárceles rebosaban de presos condenados por atentar "contra la integridad y la estabilidad de la nación", que era la figura jurídica que sancionaba el intento de salida ilegal del país.
La jugada de Camarioca cumplía un doble objetivo: poner de relieve que Washington era el culpable de que los cubanos no pudieran salir del país normalmente y ensayar la nueva táctica de chantaje migratorio, para obligar a EEUU a regularizar la emigración cubana en los términos más favorables al régimen castrista.
El "puente marítimo" duró siete semanas y solo se marcharon unos 3.000 refugiados. Pero en los "Vuelos de la Libertad", acordados al término del éxodo naval, salieron de Cuba 260.000 exiliados en menos de ocho años. Eso, a pesar de que el Gobierno prohibía expresamente que se expatriaran los varones de "edad militar" —entre 15 y 45 años de edad—, y que quienes se atrevían a pedir la salida del país perdían su empleo, estaban obligados a realizar tareas agrícolas en condiciones de semiesclavitud y antes de partir tenían que entregar al Estado hasta la última de sus pertenencias, incluso las más insignificantes.
Los castigos y las humillaciones impuestos a los candidatos al exilio y las condenas desorbitadas con las que se penaban los intentos de salida ilegal indicaban la voluntad del régimen de reducir lo más posible el éxodo de población. No debía quedar duda alguna del apoyo unánime del pueblo al sistema comunista y esa corriente continua de "desafectos" (ni siquiera se les llamaba opositores) era un irritante desmentido a la imagen que la propaganda fidelista presentaba al mundo.
Aunque el Gobierno mantuvo abierta esa válvula de escape que le permitía reducir la presión social en la Isla, el principio de que era preciso limitar al mínimo la fuga de súbditos siguió vigente en Cuba durante medio siglo más. Los episodios de Mariel (1980) y la crisis de los balseros (1994) fueron ampliaciones momentáneas de la válvula, que permitieron trasladar los conflictos internos de la Isla a las calles y prisiones de EEUU.
Cuando en 1989 los alemanes derribaron el Muro —eso de que "el Muro se cayó" es un eufemismo como el de la "Crisis de Octubre"; no se cayó, lo demolieron los súbditos de la RDA— y dos años después los rusos se sacudieron al PCUS y el sistema soviético, los subsidios con los que Moscú mantenía al vivibundo régimen cubano dejaron de fluir y Castro comprendió que la política migratoria aplicada durante tres decenios había sido un craso error.
Los apátridas, debidamente administrados, podían convertirse en una importante fuente de ingresos para el totalitarismo menguante que el comandante había implantado. Bastaba con entreabrir las puertas de la Cortina de Bagazo para que se marchara un número módico de desafectos —de preferencia, jóvenes capaces de obtener en poco tiempo empleos lucrativos—y que por las mismas vías entraran las remesas y los exgusanos, ahora metamorfoseados en acaudalados turistas de la muy honorable comunidad cubana en el exterior.
En consecuencia, tras experimentar esa nueva política durante varios años, las autoridades cubanas reformaron la normativa migratoria en 2013, para facilitar el movimiento de gente y dinero. Pero ni esa reforma, ni la abrogación de la política de pies secos/pies mojados que Barack Obama le regaló a Raúl Castro horas antes de abandonar la Casa Blanca, han logrado frenar la estampida de la población de la Isla.
¿Cuántos cubanos huyen hoy al extranjero? Nadie lo sabe con exactitud. Las nuevas normas migratorias contribuyen a enturbiar el conteo. Se calcula que 50.000 personas emigran cada año pero, milagrosamente, el censo no disminuye. Oficialmente, Cuba cuenta desde hace cinco años con el mismo número de habitantes, aunque las mujeres paren muy poco y en ese periodo al menos un cuarto de millón de sus ciudadanos se ha avecindado en otros países.
El Muro de Berlín, símbolo supremo del comunismo, dejó de existir hace ahora 30 años. Una noche, el vendaval de la libertad sopló a través de sus grietas y ya no hubo manera de remendarlo. La Cortina de Bagazo, menos visible pero igual de eficaz, todavía perdura. En sus raídas almenas, un decrépito exguerrillero masculla un cuento lleno de ruido y de furia, mientras vigila atentamente el trasiego de dólares.
Artículo de MIGUEL SALES