- Julio M. Shiling
El presidente imperial en la Isla Potemkin.
Cuando en 1787, Catalina II de Rusia (“la Grande”) decidió visitar a Ucrania y Crimea en compañía del emperador de Austria, José de Habsburgo-Lorena, y otros diplomáticos, se dice que quedó muy satisfecha. Uno de sus amantes (rumorado ser su preferido), el mariscal Gregorio Potemkin, se le acredita haber ingeniado una obra escénica formidable compuesta de la elaboración de aldeas ficticias y transportables. La idea era ocultar la miseria existencial en el curso del viaje de la zarina y su comitiva por las orillas del Río Dniéper. Pese al cuestionamiento por algunos detractores de la veracidad de los hechos o de los grados de la misma, lo indiscutible es que este acontecimiento sirvió para tipificar la tarea de falsear la verdad, visible e indeseada, por obra cosmética. Han sido muchos los imperios, gobiernos y las monarquías que han emulado sus versiones de las “aldeas de Potemkin”. Nadie, sin embargo, ha llegado a perfeccionar este arte como las dictaduras comunistas y fascistas. Para un gran número de observadores informados, el viaje del Presidente Obama a Cuba, ha puesto al castrismo a correr con sus brochas y sus palos para pulir su acostumbrada versión de este invento de Potemkin.
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