La madre de las declaraciones por Julio M. Shiling
Cuando los ingleses diseñaron la Carta Magna, sembraron fertilizante sano en el ideario político. La innovadora iniciación de articular frenos a la autoridad gobernante y alinear la propiedad con preceptos básicos de derechos libertinos, sin dudas, inició la larga travesía para despoblar las pantanosas selvas del despotismo. Serían, sin embargo, los descendientes de perseguidos religiosos provenientes de esas islas británicas, los que en protesta rebelde, redactarían la más enaltecida argumentación política sobre por qué un pueblo debería ser libre.
Las ideas que plasmaba la Declaración de Independencia norteamericana no fueron originales. Su credo estaba constituido, principalmente, por dos pilares: los principios de la Ley Natural, concepto que se originó con los griegos pero que fue perpetuado por el cristianismo y Santo Tomás de Aquino, y el liberalismo de John Locke. Sin embargo, el documento cuya redacción autorizó el Congreso Continental (cuerpo legislativo de las Trece Colonias originales) el 15 de mayo de 1776 y adoptó el día 4 de junio, le extendió a esas ideas una plataforma que la historia ha evidenciado, en la práctica, con la superioridad de su sostén.
El contexto en que surgió la Declaración que compuso Tomás Jefferson con la exquisita atención editorial de Benjamín Franklin y John Adams, reflejaba el sentimiento independentista prevaleciente en los criollos. En los campos de Lexington y Concord, el clarín había anunciado casi un año y un mes antes, el comienzo de la contienda bélica contra la metrópolis. La predominancia del sector intransigente del cuerpo deliberativo de las Colonias, ante la insuficiencia de la autonomía, adquirió mayoría. También la radicalidad de las exigencias a la corona británica. Las 1,331 palabras de la Declaración, recogió todo eso.
Esencialmente en cinco secciones, el seminal documento pregonaba la justificación para la Revolución Norteamericana. La civilidad demarcaba de principio a fin y en todo momento, el planteamiento político. Primero, anunciaba la decisión de separarse, amparando sus acciones, no en derechos convencionales propulsados por hombres, sino naturales provenientes de Dios y preestablecidos. La primacía de la Ley Natural sobre la Ley Positiva, quedó clara.
La segunda sección vocea cánones liberales, como el soberano, residiendo en los gobernados, no en sus gobernantes. Encomienda prudencia, advirtiendo contra el peligro de frívolas embestidas contra el orden legítimo. Y, a la vez, ensalza la acción redentora cuando la inviolabilidad ciudadana se ha perpetuado. Expone, en su tercera sección, una larga lista de abusos en forma de quejas, dejando lúcido la racionalidad de sus motivos. Añade y recuerda, en la cuarta parte, que cuando un monarca ignora las lícitas querellas de sus súbditos, se transforma la monarquía en tiranía, un sabio análisis platónico.
Concluye aireando la oficialidad de su independencia, explicable por el orden místico y superior y por el razonamiento humano, y sustentado por la responsable perseverancia de sus hijos. Los que defendieron los lazos sumisos con Gran Bretaña serían, según afirmó la Declaración de la recién pronunciada nación, "enemigos" en guerra y "amigos" en la paz. Ni guillotinas, reinos de terror o cambios de calendarios ocurrirían. No se emularían los acontecimientos de la "otra" revolución, al otro lado del atlántico, también con su "declaración".
Los amantes de la libertad, en todas partes, deben celebrar la transcripción de aquella Declaración, escrita en ese caluroso verano de 1776. Mejor aún, ojalá que pudieran practicar sus principios.